La madrugada ha llegado como cada día, la ventana se encuentra apenas abierta para que la brisa fresca ventile la habitación, aquella esquina que siempre permanece en penumbras y no puede ser decorada, todo lo que sea colocado allí cae de las paredes, es empujado del sitio tarde o temprano, no hay forma de que los objetos se mantengan quietos. En plena oscuridad dos puntos refulgentes como el fuego, entre tonalidades rojas y naranjas, aparecen, aquellos orbes observan la alcoba sin interés hasta que se posan con intensidad sobre la persona que descansa en la cama, el misterioso ser sonríe, se acerca a paso lento pero seguro sin dejar de apreciar las facciones contrarias hasta estar a un lado de la cama; si tan solo pudiera darle una caricia, un simple roce de sus dedos en su mejilla, pero no, la condenada Estrella de David que colgaba del cuello de la muchacha universitaria le prohibía tener contacto físico, no podía comunicarse con ella ni tampoco acercarse demasiado tiempo.
Estaba molesto, muy molesto por ello, perdía tiempo...
Relamió sus labios, luego su lengua se deslizó con lentitud por sus colmillos filosos pero nada extravagante, deseaba acabar con toda esa estupidez que estaba transitando, quería poner sus garras en todos y cada uno de los guardianes que cuidaban de la chica y destrozarles la garganta con parsimonia, escucharlos gritar y pedir ayuda para finalmente enviarlos al Infierno donde sus demonios devorarían sus almas una y otra y otra vez hasta que a él le placiera y una vez eliminados sus obstáculos seguirían aquellos que ahora eran padres de Anael, les haría ver lo iracundo que se sentía por sus absurdas plegarías, por sus símbolos de mierda y por toda esas barreras que le imponía desde que nació la jovencita, la primera en ser su víctima sería esa mujer odiosa, gritona e histérica de Eloísa que no hacía más que gritar y pedirle de manera desesperada a Dios que protegiera a su hija, ¿Su hija? Ja, maldita estúpida, Anael no era de ella ni de nadie de ese mundo tan pobre. Era suya, le pertenecía desde el momento en que se vieron por primera vez y después de consumar su amor.
Nadie nunca diría lo contrario, nadie jamás podría evitar que eso estuviera grabado en él y en el alma de Anael Felch.
Más ahí se encontraba, mendigando por una forma de acercarse a ella, por querer ya tenerla consigo, poder decirle quién es y quiénes son ellos, pero Anael era humana, había nacido como una en este tiempo y eso era algo que lo desconcertaba en demasía, ¿Por qué? ¿Todo había sido obra de Él para castigarlo? Maldito infeliz, por cada intento que tuviera de darle un escarmiento, se encargaría de acabar con cada uno de sus ángeles y de las maneras más aterradoras que a alguien podía ocurrírsele.
— ¿Por qué volviste en esta forma? —susurró llevando su mano hacia el rostro de la muchacha, más su propia piel sintió el escozor provocado por la protección sagrada y se vio obligado a retroceder—. Mierda.
Anael jadeó en respuesta removiéndose entre las sábanas, no estaba consciente pero sentía su cuerpo vibrar en alerta por la cantidad de energía maligna que emanaba del Rey del Infierno, una vez más la mano del oscuro ser se aventuró a acercarse al rostro contrario dando una pequeña caricia a pesar del escozor y la quemadura que se generaba en su palma; apretó los labios reprimiendo un quejido pues el ardor era bastante, pero nada comparado con todo lo que sentía en su reino, nada comparado con lo mucho que necesitaba a la humana.
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Devil
FantasyImonae, conocido como el Rey de las Mazmorras en muchos lugares, ha esperado eones para poder reencontrarse con aquel ser que lo enamoró perdidamente, ha sufrido en silencio no poder ver esa alma adorada en demasiado tiempo, pero todo ello se acabar...