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Anael se encontraba sentada en su asiento en el salón de clases más alejado de todos, allí donde sus clases solían ser de lo más aburridas para ella pues hacía un buen tiempo que perdió el gusto por su carrera, ahora solo se limita a asistir para que sus padres no la regañen y la dejen tranquila aunque sea un segundo, la vuelven loca a decir verdad; con una de su manos pellizca con fuerza la piel de su muñeca pues está nerviosa, la cadena que cuelga de su cuello se mese levemente debido al movimiento de su cuerpo y suspira con la peor de las sensaciones en el pecho, la de opresión por no saber qué hacer, la de exasperación por verse atrapada en algo a lo que no le ve salida, las ganas de despotricar contra todo y todos, de decir cuantas palabras salgan de su boca y en lo posible, de hacer sentir mal a alguien, de herir los sentimientos de alguien con la única razón de sentirse mejor consigo misma. Sí, así de malo estaba pensando, así de bajo estaba cayendo.

—No hagas eso, solo conseguirás lastimarte —las manos de otra persona se posaron sobre las suyas para detener los fuertes pellizcos, con cuidado dieron leves caricias.

—No puedo evitarlo, profesor Edmund —respondió sin interés, perdida en su mente y sus recuerdos.

—O no quieres —el educador cruzó los brazos sobre el pecho—. Creí que habíamos quedado en que no lo harías de nuevo, Anael.

—Sí bueno, fuiste tú el que lo dijo y yo no quiero detenerme, me hace sentir bien ese pequeño ardor —se puso de pie molesta—. Realmente no quiero hablar del tema, perdona.

—Está bien, lo dejaremos allí —asintió—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí una hora antes de que la clase inicie y ni siquiera es la que te toca hoy?

—¿No me toca? —frunció el ceño llena de desconcierto, suspiró para restregar sus manos en el rostro—. Mierda, estoy muy perdida estos días, no puedo creerlo.

—Ey, Ann, ¿Qué pasa? —el maestro cerró la puerta de su salón con pestillo y se acercó a su alumna—. ¿Ha sucedido algo en tu casa? ¿Tus padres? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

—No —susurró cabizbaja, nadie más sabía sobre sus constantes problemas sobrenaturales, era mejor así, no quería que la tildaran de loca.

Edmund Adams y Anael Felch se conocieron dentro de la universidad los últimos meses de clases del año anterior, para cuando las vacaciones llegaron ambos dejaron de tener contacto por obvias razones, pero sabiendo que el otro les atraía más no tenían intenciones de avanzar ya que la relación alumna/profesor podía traerles habladurías y falta de credibilidad.

El maestro observó a la muchacha cabizbaja, sabía que tenía temas personales que a nadie más confesaba, tenía conocimiento sobre que sus padres eran creyentes y practicantes, que eso a veces era un poco duro de llevar pero sentía que había algo que se le estaba escapando y es que no se conocían tan bien como desearía para tener todos los detalles; llevó su mano al mentón ajeno para elevarlo con cuidado, los ojos de ambos hicieron contacto y pronto Edmund acortó la distancia entre ellos para tomar los labios ajenos entre los suyos mientras se saboreaban con gozo, en menos de lo que creyeron Anael ya estaba sentada sobre el escritorio con su profesor entre las piernas y desabotonado su pantalón; desde hacía un mes sus encuentros eran así, calientes, muchos besos, toqueteos y una que otra vez en el apartamento del educador y es que todo se descontroló la tarde en que Felch pidió asesoría, y no, no fue un truco para estar cerca sino que en verdad no entendía nada para su siguiente examen, tras una hora de explicaciones y ejercicios fue Adams quien la invitó a comer algo al salir —teniendo en cuenta que llevaban dos meses con miradas interesadas, sonrisas y pláticas un poco más extensas que las de los demás alumnos— y de allí, pues terminaron besándose a lo loco en el coche del maestro. Y no pararon. Pero todo debe ser en secreto, no solo porque son alumna y maestro sino porque si los señores Felch se enteraran de que a su hija tenía ese tipo de encuentros con el hombre, no, no, no, sería una blasfemia, un escándalo total.

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