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LUCÍA

Amarillo paja a mediados de agosto. Campos de trigo a ambos lados de la carretera, una basta extensión de nada.

Mis padres conducían tranquilamente por las carreteras comarcales, las curvas del camino eran lo único divertido. En el asiento delantero iban escuchando alguna canción de Estopa. Ahora que habían aprendido a usar spotify mi madre se deleitaba torturándonos con sus playlist.

Al menos podía ponerme los cascos y escuchar a Milo J, que se había vuelto mi obsesión las últimas semanas.

La resaca del viaje a Málaga aún me duraba. Y el encuentro con el desagradable del tabaco también.

Que gente, de verdad.

Daniel se llamaba. Al menos a los amigos les había parecido graciosa la situación.

Aunque eso ya daba igual, pues no me esperaba otro plan que pasar un mes en el pueblo. Lo único bueno de este lugar era mi amiga Mar y que en una semana iban a ser las fiestas patronales.

Mis padres habían decidido que entre las muchas cosas que me iban a venir bien, pasarme un mes lejos de mis amigos y del ambiente en el que me rodeaba era lo mejor.

En fin.

Algo sobre mejorar y convertirse en la mejor versión de uno mismo que no conseguía comprender.

Al final de la carretera, un grupo de casas asomó en la distancia. Estábamos a punto de llegar.

El coche traqueteó por las aceras de adoquín hasta que vislumbramos el lugar.  Aparcamos en la casa familiar, donde mi abuela nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja y nos invitó a entrar.

El ambiente olía a croquetas, fue lo suficiente como para que se me pasara el mal humor de un plumazo.

—Hacía tiempo que no veníais.—habíamos terminado de comer y la estaba ayudando a recoger los platos. Cuando acabáramos, sabía que tendría via libre para buscar una excusa y salir a fumar un cigarro.

Me estaba matando la ansiedad.

Tal vez era más un hábito de lo que me gustaría reconocer.

—Ya, pero parece que nada ha cambiado.—murmuré echando un vistazo a la habitación. Las mismas fotos seguían en la pared, los mismos recuerdos de antaño.

—Deberías ver a la hija de los vecinos, ha crecido muchísimo. Ya es una adolescente.—recordaba a aquella chica.

Mar, la rubia de tez blanquecina que también veraneaba aquí y yo solíamos cuidar de ella. Nos pasábamos las tardes jugando con muñecas o llevándola a la piscina.

El verano en el que su hermano mayor se fue del pueblo a Madrid fue el que más tiempo pasamos juntas.

De el chico no sabíamos mucho, casi nunca estaba en casa y rara vez pasaba tiempo con nosotras. Una cosa menos de la que preocuparnos.

—Ana se llama, ¿no?—mi abuela asintió con la cabeza pasándome los últimos cubiertos para lavar.

—Si, de hecho nos hemos quedado sin sal.—con la mano arrugada por la edad señaló el bote vacío que descansaba en la encimera.—Podrías ir a pedirles un poco y de paso la saludas.

Me mato que vergüenza.

Han pasado cinco años, lo más seguro es que ni se acuerde de mi. Vamos a mi me viene a saludar una antigua niñera y me quedo tiesa en el sitio.

agosto | YosoyplexDonde viven las historias. Descúbrelo ahora