La muerte, la bruja y el niño

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Por Mariano Cointte

Pocos entenderían el escalofrío que recorrió el cuerpo de los tres niños aquella noche que les dijeron que su amiguito estaba muerto. En especial porque, hasta hacía solo unos instantes, ellos estaban jugando con él.

Beto, Cacho, y Miguel: los mosqueteros de quinto grado. Se aferraban desconsolados a las faldas de sus padres o madres. Las caras lívidas, los ojos desorbitados e hinchados de rojo, y por los chillidos estridentes de pena mezclados con horror, cualquiera diría que estaban a punto de colapsar o salir corriendo despavoridos a través de las paredes.

Los adultos demoraron casi dos horas en calmarlos y sacarles alguna información acerca de su estado próximo a la catatonia. No contestaban y solo se miraban entre ellos o hacia un punto indefinido en la entrada del aula. Del otro lado del ventanal de vidrio de la vieja puerta, la noche tormentosa arreciaba con truenos, relámpagos y el incesante repiqueteo de enormes gotas primaverales, añadiendo una cuota más a la ya siniestra situación.

—Se fue —musitó Beto en apenas un hilillo de voz.

Su mamá lo abrazó fuerte, le besaba la mollera como tratando de absorber el dolor que el pequeño sentía. O que ella creía que sentía.

—Seguro que está bien. Al lado de Dios y la Virgen. No te preocupes —quiso tranquilarlo la maestra, la señorita Emilia, con su inefable sonrisa.

—No estoy tan seguro de eso —acotó Cacho, también en voz baja, pero lo suficientemente audible para que su madre lo reprendiera con un apretón más fuerte y que no tenía nada de cariño.

—¡Chitón, Cacho! —reprendió, con la autoridad de siempre, el ceño fruncido.

Los niños intercambiaron miradas de espanto, los tres sabían más de lo que los adultos podían sospechar, o en todo caso, de lo que estaban dispuesto a aceptar. Ya habían relatado entrecortadamente la presencia y posterior desaparición de Pablo junto a la extraña «niña» llamada Blanca. La única de las madres presentes, eran las de los tres, las demás se habían retirado presurosas después del escándalo inicial, y la de Miguel se santiguó repetidas veces cuando escuchó la historia de espantos.

—Rezá por su alma, papito —susurró al oído del chiquillo.

—Será mejor que vuelvan a sus casas y hablen con ellos estos días —agregó la maestra, como para terminar con la agotadora y emocional jornada—. Y si no quieren traerlos a la escuela en los próximos dos días, hablaré con el director para que sea una dispensa especial —concedió, secándose una lágrima rebelde que insistía en salir por su ojo izquierdo—; después de todo, ellos eran sus amigos más cercanos.

Al otro día fue el espantoso velorio, con gran asistencia de todos los niños del curso de Pablo en sus uniformes escolares; acompañados por algunos padres, la maestra y los directivos del colegio. Si a eso se le sumaba la profusa asistencia familiar, el llanterío era digno de una represa para contener la cantidad de líquido derramado. Los mosqueteros notaron la ausencia de la madre de su amigo, solo estaba su padre, que se debatía entre el dolor y contener a sus restantes hijos. Cuando averiguaron por el paradero de doña Pichuca, se enteraron que seguía al pie del cañón en el hospital, esperando novedades por su hija, la hermana pequeña que Pablo había protegido a costa de su vida.

Los tres mosqueteros restantes saludaron al papá del fallecido, y no pudieron contener las lágrimas, de nuevo, ante el efusivo abrazo. Los conocía bastante bien, y que eran inseparables. Después de angustiosos momentos de duda, se atrevieron a acercarse al cajón cerrado, anuncio tácito que el cuerpo dentro estaba más allá de toda presentación de respetos en sociedad. Destrozado.

Por siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora