Una Confesión desde las Sombras

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Por A.J. Briceño

(Anexo o capítulo extra de la Novela Obregón. AJBriceno)

Finca Obregón, México, 1999

Carta a mis hijos, o a alguna persona piadosa que pueda entregársela.

Escribo esta carta con la esperanza de que algún día la verdad sea conocida, aunque sé que al hacerlo, desenterraré los demonios que durante años he intentado sepultar. Mi nombre es Matías Obregón, y detrás de mí hay un linaje que se remonta a los tiempos en que se fraguó la maldición que pesa sobre nuestra familia. Mi ancestro, León I, con ímpetu y determinación, construyó esta finca, la cual lleva nuestro apellido con orgullo. Sin embargo, no pudo prever que sería su hijo menor, el menos amado, quien condenaría nuestro linaje al sellar un pacto maldito con el demonio, o con alguna otra criatura de similar naturaleza y poder.

En esta finca he vivido las experiencias más maravillosas, pero también las más terribles de mi existencia. Aquí nacieron mis hijos; los vi crecer, y aquí fue también donde me uní en matrimonio con mi amada esposa, Itan. Nos prometimos amarnos para siempre y más allá de la muerte. Una promesa que he mantenido, a pesar de todo.

Hoy, con el alma temblorosa y en pena, confieso aquello que ha envenenado mi espíritu y destrozado mi vida y la de mi descendencia. A mis hijos, les pido perdón por todo lo que han sufrido y por todo lo que sufrirán debido a esta maldición que yo, por ceguera y miedo, no supe detener.

Itan, mi amada Itan... Nunca podré borrar la imagen de su cuerpo inerte al pie de las escaleras. Esa visión, ese instante maldito en el que la encontré, protegiendo a nuestra hija recién nacida entre sus brazos, con ese halo de amor que traspasaba la vida y la muerte, mientras su esencia se deslizaba hacia el abismo, y sus bellos ojos azabache se marchitaban. Arriba, la más horrorosa de las visiones me sonreía. Era Marian, maldita Marian, absorbida por la maldad desde el día en que pisó esta finca como mi prometida, y el demonio fijó sus blasfemos ojos en ella. No la culpo, le hice daño, y en su vida miserable, sucumbió a la tentación de hacer un pacto con el maligno para perpetuar la maldición sobre mi familia. Desde su muerte, no ha descansado en atormentarme, en vengarse de todo lo que le arrebaté. Su alma se ha aferrado a esta finca, alimentada por su odio y su deseo por destruir lo que nunca pudo tener.

Me arrodillé y tomé a nuestra hija en mis manos, la hija que Itan y yo tanto deseamos, a quien le dimos el mismo nombre bello que su madre; ese diminuto ser que Marian consideraba una amenaza, por ser la última de los tres talismanes que había decretado mi suegro, el brujo Don Mariano. Le di un beso a mi amada esposa en la frente, en la nariz, en los labios. La abracé, le hice nuevas promesas, aunque no sabía si podía escucharlas.

—Te amo, Itan, te amo. Si acaso no lo he dicho siempre, vive y te lo diré cada día, al despertar, al caer la tarde, antes de dormir... —susurré, mientras mis lágrimas caían sobre su piel que comenzaba a enfriarse.

Anthony y Emilia, mis dos hijos mayores, despertados por los gritos y por esa amenaza que los llamaba para destruirlos, salieron de sus habitaciones. Desde el segundo piso gritaron al ver el cuerpo de su madre y entonces Itandehuitl comenzó a llorar. Descendieron la escalera, entre sollozos, clamando por su madre.

"Hijitos, está bien, se pondrá bien", les consolé mientras me preguntaban, "papito, papito ¿qué tiene mamita?"

Entonces, Marian volvió a manifestarse, arremetiendo con más fuerza. Al fin mis tres hijos estaban juntos y tenía el poder para matarnos a todos. Un grito aterrador salió de Marian, un sonido que hizo temblar las paredes de la finca. Arremetió contra nosotros con furia desatada, y en ese momento pensé que sería nuestro fin, que su odio al fin nos consumiría. Pero, como siempre, Itan nos protegió. En su último acto de amor, conjuró una fuerza más allá de lo que yo podría entender, una barrera que detuvo a Marian y la envió de regreso al averno. Mis hijos cayeron desmayados y mi pequeña Itandehuitl cerró los ojos y dormitó tranquila. Itan había conjurado en alguna parte de su hechizo de amor la protección no solo de la vida de mis hijos, sino de sus memorias, librándolos de recordar una y otra vez el mismo horror que yo.

—Los niños, nuestros talismanes —me dijo Itan con un último suspiro—, protégelos siempre.

Cora, nuestra trabajadora más fiel, después de persignarse en repetidas ocasiones ante la escena, corrió al pueblo en busca del Doctor Medina, el médico de la familia, quien llegó apresurado a la finca. En sus ojos había miedo, el miedo de alguien que ha sido llamado en medio de la noche para enfrentar lo inexplicable. Me vio sentado, en el piso, junto a Itan, abrazando a mis tres hijos, incapaz de moverme, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la fría realidad de que mi esposa se había ido para siempre.

—Están dormidos —le aclaré—. Pero Itan...

El Doctor Medina lo comprendió. Revisó a Itan con la dedicación y la seriedad que siempre lo caracterizaron. Sin embargo, cuando terminó, su expresión estaba marcada por la confusión y el horror. Me miró, y en su rostro no vi consuelo alguno, solo la inquietud de un hombre que se enfrenta a algo más allá de su comprensión.

—Matías —dijo con la voz apagada—, no hay nada que pueda hacer.

Sus palabras me golpearon como una oleada de frío intenso. Yo sabía lo que él no podía entender, lo que ninguna ciencia médica podría explicar. Marian había tomado la vida de mi esposa, y yo no había podido hacer nada para detenerla. Sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos, que mi alma se desmoronaba bajo el peso de la culpa y la desesperación.

El Doctor Medina no pudo hacer más que ofrecerme sus condolencias, pero lo que yo necesitaba no eran palabras vacías de consuelo. Necesitaba una manera de revertir lo irreversible, de traer de vuelta a Itan. Pero todo eso era imposible. Todo lo que me quedaba era el dolor, un dolor tan profundo que me ahogaba cada vez que respiraba, cada minuto de mi vida.

A mis hijos:

Deben comprenderme, amé a su madre como a nadie, la amé desde el primer momento en que la vi, en el momento en que me enseñó sus versitos escritos con mala ortografía y comenzó a llamarme "Patroncito". La amé con toda mi alma, de manera irracional. Solo ella podía sosegar y apagar la maldita clarividencia, esa maldición de la que nunca he podido escapar. Perderla desencajó mis sentidos, despertó mis miedos y soledades aletargadas. Habría dado la vida por ella, pero la maldición la reclamó, y no a mí.

En los días que siguieron a la muerte de Itan, me convertí en una sombra de lo que alguna vez fui. La finca, que alguna vez había sido nuestro hogar lleno de vida, se había convertido en un mausoleo de recuerdos dolorosos. No había rincón en esta casa que no me recordara a su madre, a su risa, a su calidez, a su amor incondicional. Pero más que nada, me recordaba mi fracaso, mi incapacidad para protegerla del mal que acechaba entre estas paredes.

La noche en que vi que Marian había regresado, comprendí que su odio no había sido extinguido sino aplacado temporalmente. La manifestación de Marián vino de la mano con la última vez que el fantasma de su madre me habló. No supe qué hacer entonces, porque temía que, si permanecían aquí, el mal los reclamaría uno por uno, como lo había hecho con ella. Fue por eso que decidí apartarlos, para que nunca volvieran a la finca, para que se mantuvieran a salvo de la maldición que nos persigue. Quise protegerlos, más que a mi propia vida, pero fracasé.

Ahora, la maldición me ha reclamado. Quizás me equivoqué, pero ustedes están a salvo, al menos por ahora. Marian sigue aquí, respira detrás de mi nuca mientras escribo esta carta y amenaza con destriparme con esas garras con las que abraza mi cuerpo. Mas no lo hace, porque soy su juguete, porque soy el ancla que la mantiene, porque mientras yo viva, la maldición persiste y se encargará de hacerles volver a ustedes, para terminar lo que aquella noche no pudo. El amor de Itan protege la finca, pero sé que algún día también se extinguirá. Día tras día me voy sumiendo más en la locura y ya no sé si estoy vivo o morí hace tiempo, o quizás estoy muerto desde que su madre murió.

Si algún día esta carta llega a sus manos, si alguna vez logran descifrar la verdad que aquí se esconde, sepan que todo lo que hice fue por amor a ustedes, aunque ese amor no haya sido suficiente para evitar la tragedia que nos ha destrozado.

Que Dios me perdone por los pecados de nuestros ancestros, y que, de alguna manera, encuentren la fuerza que yo no tuve para enfrentar el mal que aún acecha en esta finca.

Emilia, Anthony, Itandehuitl... los amo y les pido perdón.

Matías Obregón

Por siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora