Por Cynthia Lorenzon
Sus dedos insinuaron un apretón a su mano, pero fue apenas un roce. Fue su último regalo, junto a esa sonrisa esbozada con la comisura de los labios. Pero sus ojos no sonrieron. Esos que solían transmitirle tanta alegría cuando brillaban con su risa, se habían transformado en algo gris, seco y con párpados de plomo. Aun así, él notó su esfuerzo por mirarlo. Estaba muy débil, y todo le costaba demasiado, especialmente respirar. Estaba cansada, Justi lo sabía muy bien. Él también lo estaba. Ambos supieron que era la última vez que se verían.
—Mamá... —exclamó, un poco alarmado. Respiró hondo un par de veces antes de susurrar cerca de su oído—: Te quiero, mamá.
Ella cerró los ojos y no volvió a abrirlos.
El pitido continuo que anunciaba el fin comenzó a sonar un minuto después. Y él se quedó ahí, observándola. A ese rostro relajado. A sus labios resecos. A su mano en la suya, y la acarició. Deseó sentir ganas de llorar, creyó que era lo correcto. Deseó que su corazón se rompiera, pero solo sentía una molestia en la garganta. La misma que sintió desde que la doctora le explicó, con delicadeza, que había llegado el momento de despedirse. Lo había entendido. Tenía trece años, pero sabían que tenía la madurez para comprenderlo.
Una de las enfermeras le había ofrecido su compañía, pero eligió estar solo. La señorita María, la misma que lo había acompañado en varios de los tratamientos, porque sabían que no había nadie más para hacerlo. Y fue la misma que lo acompañó en los días que su tía tardó en aparecer, mientras regresaba de un viaje a quién sabe dónde. Justi quiso volver a su casa, pero no se lo permitieron. Asistencia social estaba colapsada, le explicaron.
Le dieron una habitación compartida en internación. El lugar era frío, pero prefirió eso a una comisaría. Y ahí, de alguna manera, podía sentir su presencia todavía en el aire. Quiso llorar cada noche, pero solo sentía ese nudo, y esa sensación que no sabía describir. Despertaba varias veces sudado y con el eco de un grito en sus oídos. También empezó a sentir rabia, cada noche un poco más. Hacia su padre, que los había dejado cuando más lo necesitaban, luego de enterarse del avance a etapa cuatro; hacia su tía, que siguió con su vida como si nada; hacia ese tratamiento tan largo y tan inútil que la hizo sufrir. Incluso hacia ella, su mamá.
Cada pitido, cada charla, cada risa que oía, acurrucado en esa cama de hospital que olía a desinfectante, era un recordatorio de que el mundo continuaba, indiferente, como si nada hubiera pasado. Como si su mamá no estuviera muerta, tirada en un cajón oscuro.
El paciente en la otra cama, las enfermeras, los doctores, la señorita María, todos le preguntaban cómo estaba. Su amigo Alan apareció algunas veces, y bromeaba. La gente iba y venía. Nunca se sintió tan solo en toda su vida.
Su tía lo llevó a su casa, tras su regreso unos días después. Lo abrazó, le pidió perdón por no haber estado. Se quejó, entre llantos, de no haber llegado a tiempo para darle un funeral apropiado. No hubo ninguno.
El dolor en la garganta se había vuelto constante, y se expandía como un malestar hacia todo su cuerpo.
Pasó los primeros días tirado en esa habitación extraña, en esa cama ajena. Dormía siestas muy largas, se levantaba tarde y acostaba temprano. Su tía le insistió con que retomara alguna actividad, que le haría bien.
Quiso dibujar, pero nada parecía gustarle. Rayones, manchas de pintura acá y allá, y un montón de hojas rotas en el tacho.
Había un amigo suyo en la puerta, dijo su tía. Alan. Justi lo invitó a entrar, pero él no quiso cruzar el umbral, y le insistió para que lo acompañara.
Algunos chicos del barrio jugaban un partido de fútbol en la canchita del baldío. Eran de diferentes edades, y ni siquiera eran número par. Se alegraron por su llegada, aunque desconocían lo que había pasado, hacía tiempo que no lo veían y recibió algunas palmadas en la espalda mientras trotaba hasta su posición. Su amigo corrió al arco para reemplazar a otro, y el partido continuó.
Los movimientos de Justi parecían adormilados; los últimos meses, había estado más tiempo dentro del hospital que fuera. Había perdido práctica, y también había perdido voluntad.
Al principio, se mantuvo un tanto apartado, pero a los pocos minutos comenzó a soltarse y a participar más. Era buen jugador, pero estaba oxidado. Pases, corridas, patadas. La tierra levantaba polvo a su alrededor mientras las cigarras vibraban a gusto en los pastizales. Había decidido no pensar, solo dejarse llevar. Concentrarse en el juego. En la pelota, en cada pase. En los movimientos de cada rival. Su ritmo pasó, minuto tras minuto, de uno aletargado a uno frenético. El sudor se deslizaba por los laterales de su torso.
De pronto un tirón en su ropa, un chico un par de años menor lo había agarrado para evitar que alcanzara la pelota; Justi se zafó de un movimiento tan brusco que arrojó a su rival al piso. Gritos de ambos equipos. El caído se levantó con agilidad y una mirada enfurecida.
—¡La puta que te parió, flaco! —gritó, mientras se volvía a lanzar contra Justi.
Otras voces se alzaban, pero Justi la escuchó muy bien. A la perfección.
Recibió el impacto en el pecho, inmóvil en su sitio, mientras su mirada se oscurecía por la rabia.
Y le devolvió un puñetazo, limpio y directo a la nariz, que empezó a sangrar a borbotones. Se lanzó encima de su rival, mientras le soltaba una lluvia de golpes, uno tras otro, y su cara se ponía más y más roja. Los demás disfrutaban del espectáculo sorprendidos, porque lo conocían y sabían que él no era de esos que van por la vida dando y recibiendo golpes. Era un chico tranquilo.
Hasta que apareció el hermano mayor del golpeado a través de la multitud. Alan acudió al rescate de su amigo en cuanto los vio venir; ese hermano también traía a un amigo, y ambos eran mayores, de edad, de tamaño y de fuerza.
La pelea no fue equitativa, eran tres contra dos, pero la furia de Justi era arrolladora, y cada golpe contenía la fuerza de una rabia desproporcionada. Ese estallido abrupto de energía, sin embargo, se fue apagando..., transmutando en algo diferente. Porque Justi lloraba, entre golpes dados y recibidos, y los demás creyeron que era por el dolor físico, hasta que dejó de golpear por completo y se desplomó en el suelo. Y esos sollozos pasaron a ser gritos desgarradores de un dolor agónico, mientras se acurrucaba sobre la tierra. Alan les gritó que pararan, apartándolos a empujones. Y dejaron de golpearlo, confundidos. Los miraban, luego se miraban entre ellos.
Los chicos de ambos equipos comenzaron a alejarse, un tanto temerosos y desconcertados.
Alan se arrodilló a su lado, y esperó, mientras toda esa tristeza se derramaba, incontenible.
—Por qué se tuvo que morir..., por qué, por qué... —mascullaba Justi, entre sollozos.
Alan acarició su espalda.
—Llorá, tranqui... Te hace bien.
Justi se irguió un poco, sorprendido por su presencia. El resto del descampado estaba vacío, incluso el sol de la tarde comenzaba a abandonarlos. Entonces se arrojó en sus brazos con una necesidad tan imperiosa que ni siquiera sospechaba tener. Y su amigo lo correspondió con la misma fuerza.
—A veces... —dijo Justi, bajando la mirada, avergonzado—. A veces quería que se muriera, ¿sabés? Que se terminara todo. Ya no aguantaba más verla sufrir así...
—Ya sé, amigo... No te preocupes. Yo quisiera que se mueran todos, cada tanto.
Justi respiró hondo, mientras un par de lágrimas seguían marcando un surco limpio en su rostro sucio.
—Por qué tuvo que pasarle esto... Me dejó solo.
—No estás solo, Jus. No estás solo. Acá me tenés.

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Por siempre
Short StoryRelatos de despedida compartidos por escritoras y escritores de la comunidad La resistencia escrita. La muerte no es el fin del vínculo; esa persona que se fue seguirá dentro.