Por Orlando Cordero
Caracas, 1996
Elena había muerto. Ahora nada parecía subsistir. Intentaba, con evidente inutilidad, rechazar la situación, no funcionaba, la realidad era tan abrumadora que no dejaba espacio a la duda, mucho menos a la negación. En el apartamento vendido, que no era otra cosa, más que un hogar roto, se encontraba sentado Marcos Julio, solo, con una pequeña silla por todo mobiliario, en medio de un montón de cajas. El automóvil también había sido vendido, no importaba, él igual no sabía conducir, quien lo manejaba era ella. La hábil conductora de su vida. Todo bien material que pudo haber sido sacrificado lo fue sin dilación, la lucha así lo dictaminó. Fue una lucha en la que no hubo victoria, se peleó con heroísmo, eso sí. Más por la valentía de ella que por su desesperación al ver como se desvanecía y consumirse poco a poco. Qué quedaba de todo ello, deudas, insolvencias económicas, unos cajones repletos de vacíos existenciales; de cosas materiales, de enseres personales. Algunas cajas para llenar, otras tantas para vaciar. Debía entregar el apartamento y mudarse a un sencillo cuarto de alquiler, a otra ciudad, a otras realidades. Nada quedaba para él, en la Sultana del Ávila, la ciudad de los Caracas, del cacique Terepaima y otrora cuna de la libertad americana. No le quedaba de otra. El cáncer se lo había llevado todo, a Elena, a los amigos, la alegría, el sentido de vivir. Nada prepara al ser humano a sobrellevar la pérdida de un ser amado. Es difícil de describir para quien no lo ha sufrido, pero... ¿Quién no la ha sufrido? No se supera, se aprende a vivir con ello. Y es quizás la parte más ardua, aprender a vivir de nuevo, encontrar nuevas alegrías, metas, horizontes. Había perdido su trabajo. Ahora era necesario mudarse a otra ciudad para acceder a una vacante laboral. Era necesario para la supervivencia. Pocas cosas daban sentido a sus latidos, quizás en horizontes provincianos hallaría consuelo para su dolor. Al menos eso le dijo su antiguo jefe, al recomendarlo a un periódico regional.
Se había ido la esperanza, el amor, el café de las mañanas; pero también la desesperación, las largas noches en vela, el llanto; el cansancio de la lucha. Era la extraña y ambigua paz del vencido, reconocer a la muerte vencedora y acercarse a la mesa para firmar las condiciones. Capitulación total. Sin concesiones ni cláusulas absolutorias. Nada de lo conquistado le fue devuelto. Él había entregado hasta sus vicios, no recordaba cuando había fumado el último cigarrillo, ni el sabor de una bebida alcohólica. Había vendido la licorera, orgulloso rincón de libaciones para fanfarronear con los amigos, ese elegante y vano filosofar etílico que tanto disfrutaba en el pasado. Se había llevado así el cáncer: el café de sus adorados ojos, su pelo corto, su laxitud, ese deportivo poder de tomar siestas y dormir como una pequeña osa en invierno. La alegría que emitía con cada despertar. El baile alocado de su mirada, su apasionante actividad. No fue mujer de muchas palabras, de explicar cosas; la acción, el ejemplo eran sus materias de enseñanza y aprendizaje. No era intelectual y, sin embargo, su inteligencia despierta le ayudaba a entender cosas que, a él, le era difícil asimilar. La necesitaba hasta para eso, para entenderse a sí mismo, para entender a los demás. Era su vínculo con la tierra, sus amigos vinieron a ser los amigos que él conocería y les llamaría con esa deferencia. Pero ellos también se fueron. Ahora ninguna atadura le quedaba con esta ciudad que alguna vez llamó hogar. Era un extranjero que hablaba el idioma, pero que no se comunicaba de manera efectiva con sus congéneres, que no sus compatriotas. Solo quedaba su propia sombra, proyectada sobre la solitaria silla, en medio de unas cajas de mudanza, la sombra de lo que sobrevivió a la muerte, el doloroso recuerdo de la vida perdida.
Envuelto en su monótona tarea de clasificación, introducción, envoltura y sellado, reparó en una caja maltrecha, abandonada en un rincón. ¿Cuándo la había recibido? En el caso de que la hubiera recibido él mismo. No lo recordó de inmediato, luego su memoria reaccionó, despertando de la inactividad. Era "la herencia del abuelo", enviada desde Guatemala hacía ya demasiado tiempo. El abuelo Marko había muerto en 1983 y en su voluntad estaba que ese paquete terminara en sus manos. Luego de una década de viajes parciales y de reposos en almacenes, está llegó al fin. Retardos en la entrega que solo pueden ocurrir en Latinoamérica.
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Por siempre
Short StoryRelatos de despedida compartidos por escritoras y escritores de la comunidad La resistencia escrita. La muerte no es el fin del vínculo; esa persona que se fue seguirá dentro.