Por Belem Duarte
Desde que era una niña, Diana no sabía de lágrimas, tampoco reía mucho a menos que lo hiciera con el objetivo de incomodar a algún imbécil cabeza dura. Lo que sí orbitaba en torno a ella eran discusiones y conflictos, batallas que no dejaban espacio para nada más. Fue así como salió de la vida de su padre; el viejo no quiso entender que ser un policía corrupto impactaba directamente en su hija. Siguió comportándose con el mayor deshonor; robando, engañando y siendo una porquería alcohólica.
Aun así, en ella floreció el sentido del deber y un retorcido deseo de justicia, junto a un particular entendimiento de lo que significaba servir a la ley. Por eso ingresó al Ministerio Público y se esforzó por hacerse de su propia fama, cargar con la de su padre no era una opción. Decidió cortar lazos, al fin y al cabo, él también desapareció varios meses cuando era niña y lo necesitaba. Durante la ausencia paterna, su madre se había ido con otro hombre, dejándola a cargo de una vecina, una anciana que fue lo más parecido que tuvo a una verdadera familia. Pese a que él volvió, aquella experiencia le enseñó que con los dos seres que la hicieron nacer no podía contar, eran dos entes erráticos que solo sabían dañar.
Pero Alfonso, pese a ser un hijo de perra, guardaba cierto apego a su sangre. Tras un largo mutismo, luego de su última y feroz pelea, se comunicó con ella y le pidió otra oportunidad. Al principio, Diana lo insultó, finalizó las llamadas y exigió que no volviera a molestarla; la lejanía era el mejor antídoto para la perdida, y ella prefería controlar cuándo y cómo dar vuelta a la página. Decenas de intentos por parte del viejo la convencieron por fin; él no sabía rendirse, en eso eran igual de obstinados. Quedaron de verse cerca de navidad en un restaurante de barrio que a ambos les gustaba. Las fechas decembrinas no significaban mucho para ninguno, sin embargo, las reconocían por imitación social como algo familiar y una buena excusa para olvidar cualquier agravio.
El golpe llegó cuando Alfonso no se presentó a la cita. Diana lo maldijo con la fuerza del huracán, ¿quién se creía el muy imbécil para dejarla así? ¿ilusionada? Tal vez no llegó a tanto, aunque un ligero ardor se le expandió en el pecho al no concretar el reencuentro, un piquete ponzoñoso que le recordó aquel primer abandono y la convirtió en esa niña otra vez. Otra gente buscaría una explicación o al menos una excusa, no ella. Lo único que deseó fue olvidarse para siempre de ese payaso que jugaba a ser padre.
Y lo hizo por dos años, hasta esa llamada de Manuel, su superior en el Ministerio y lo más cercano a un afecto.
—¿No podías esperar? —preguntó al hombre, luego de leer en la pantalla, y con los ojos cerrándose solos, el nombre de la persona al otro lado.
—También te amo.
—Déjate de tonterías Ruiz, son las seis de la mañana y mi entrada es en tres horas, ¿qué haces jodiendo tan temprano?
—Estoy afuera de tu casa, ¿puedes abrirme?
—No quiero coger.
—Diana, es importante.
Tuvo deseos de cortar la llamada, ignorarlo y seguir durmiendo, pero sí había ido hasta ahí, no se iría fácil. Tomó aire y exhaló tan lento como pudo, todavía con la espalda contra el colchón desgastado. Luego se desperezó, estiró los brazos y se levantó entre improperios cuyo blanco era Manuel. Abrió la puerta de la pieza que alquilaba y bajo la estrecha escalinata de herrería, si los dueños de la casa se despertaban, el maldito de Ruiz podía darse por muerto.
Llegó hasta la reja, él estaba ahí, tal y como le dijo; hubiera querido que le mintiera y estuviera al lado de su esposa. Le dio paso sin ganas, aunque al ver su cara estuvo segura de que no había ido en busca de pasar un buen rato. Una vez que estuvieron dentro, él se quedó callado, sin poder sostenerle la mirada.
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Por siempre
Historia CortaRelatos de despedida compartidos por escritoras y escritores de la comunidad La resistencia escrita. La muerte no es el fin del vínculo; esa persona que se fue seguirá dentro.