CAPÍTULO 15

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¡Hola, mes chères roses!

¡Hola, mes chères roses!

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ALEXANDER

Alexander despertó lentamente, los primeros rayos de luz que se colaban por las ventanas apenas tocaban la alcoba. La habitación estaba en penumbras, el aire frío, pero impregnado del aroma embriagador de la mujer que yacía a su lado. Gabriella dormía profundamente, su respiración suave y rítmica. Alexander sintió su presencia antes de verla, el calor de su cuerpo irradiando una paz que le resultaba extrañamente perturbadora.

Él no podía recordar el momento exacto en que se dejó vencer por el sueño, embriagado por el olor de su piel y el eco del deseo que aún latía en su cuerpo. El deseo seguía presente, como un fuego que se negaba a apagarse, pero ahora, con la luz del día, ese ardor se transformaba en algo más oscuro, más pesado. Un peso de confusión, de frustración.

Alexander giró la cabeza hacia ella. Gabriella parecía tan tranquila, tan ajena al caos que había desatado en él. La manera en que su pecho subía y bajaba, tan plácidamente, contrastaba con la tormenta que lo consumía por dentro. Cada respiración suya era un recordatorio de lo que había sucedido la noche anterior, y la contradicción lo golpeaba como un puñal. ¿Cómo había cedido de esa forma, tan fácilmente, a un deseo tan básico y primitivo?

Un sentimiento dentro de él, uno que no lograba identificar, lo obligaba a observarla más de lo que quería. ¿Por qué no podía simplemente odiarla?. Gabriella no era más que una intrusa en su mundo, una mujer que había despertado en él sensaciones que prefería mantener enterradas. Y, sin embargo, ahí estaba, dormida en su cama. Dormida en su territorio, como si fuera un lugar seguro para ella. Una parte de él se enfurecía ante esa imagen, pero otra... no lograba comprender por qué sentía ese deseo de protegerla.

¿Era debilidad? Esa pregunta lo inquietaba, pues si lo era, debía destruirla. Alexander sentía la rabia subir por su garganta, un fuego amenazante que quería consumirlo, devorarlo desde adentro. Todo en él le gritaba que debía apartarla, sacarla de su vida. Dejarla viva anoche había sido un error. Un error que debía corregir.

Y, sin embargo... cuando sus ojos se posaron en su rostro sereno, todo ese fuego que lo abrasaba pareció calmarse por un momento. Era frustrante. Gabriella dormía con tal paz, tal inocencia, que su furia se disolvía en algo más confuso, algo que no quería admitir. Su mano, casi sin pensarlo, se movió hacia ella, apartando un mechón rebelde de su cabello que caía sobre su rostro.

Era en esos pequeños gestos donde residía su mayor vulnerabilidad. Tocarla de esa forma, tan suave, tan íntima, lo hacía sentir fuera de control. Era como si estuviera cruzando una línea que no podía borrar. Y esa falta de control lo enfurecía aún más.

Su mano se apartó de inmediato, como si el simple contacto lo hubiera quemado. Se quedó mirándola unos segundos más, observando la forma en que su respiración permanecía constante. Gabriella estaba completamente ajena a la tormenta que se desataba en su interior. Y ese pensamiento lo desconcertaba, porque nunca había permitido que nadie lo desarmara de esa manera.

El corazón de la BestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora