CAPÍTULO 23

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¡Hola, mes chères roses!

¡Hola, mes chères roses!

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ALEXANDER

Alexander permanecía de pie, inmóvil, con la mirada fija en Gabriella. Podía sentir su propio corazón latir con fuerza, una pulsación que no había sentido en mucho tiempo, como si cada latido fuera un recordatorio de que estaba vivo, aunque solo fuera por un instante robado a la oscuridad. Sus pensamientos eran un torbellino, una lucha constante entre la furia que lo había mantenido en pie durante tantos años y la atracción inevitable hacia Gabriella, que lo empujaba a romper todas las barreras que había construido a su alrededor.

La humedad de la batalla aún impregnaba su cuerpo; su ropa empapada de sudor, barro y la sangre negra de las sombras se pegaba a su piel. Sentía la tensión acumulada en sus músculos, el cansancio de la lucha, pero todo aquello parecía desvanecerse en la presencia de Gabriella. Ella lo miraba con una mezcla de ternura y resolución que lo desarmaba, que lo hacía sentir expuesto de una forma que no había experimentado desde hacía siglos.

Alexander intentó apartar la mirada, replegarse en sí mismo, pero no pudo. Había algo en Gabriella que lo llamaba, algo más allá de su conexión con los Althara o de la lucha que habían compartido. Era una fuerza invisible, innegable, que lo atraía hacia ella como un imán, y aunque cada fibra de su ser le decía que debía resistir, sus pies se movieron hacia ella sin pensarlo.

-Deberías odiarme -murmuró Alexander, rompiendo el silencio con una voz cargada de emociones que apenas podía contener. Sus ojos, oscuros y llenos de una mezcla de rabia y anhelo, se clavaron en los de Gabriella-. Todo lo que soy, todo lo que he hecho... No soy el salvador que buscas, Gabriella. Soy una criatura de oscuridad, marcada por traiciones y promesas rotas.

Gabriella dio un paso más hacia él, y Alexander sintió su calor, tan cercano y tangible que le era imposible ignorarlo. Podía ver el reflejo de las llamas de la chimenea danzando en sus ojos, iluminando su rostro con una calidez que contrastaba con la frialdad de sus propias palabras.

-No quiero un salvador, Alexander -respondió Gabriella, su voz suave, pero firme, como una promesa que se negaba a romperse. Se acercó un poco más, y Alexander sintió la leve presión de sus manos sobre su pecho, percibiendo la humedad y la suciedad de la batalla en sus dedos, pero sin inmutarse-. No espero que seas perfecto. Yo también estoy rota, pero no por eso dejaré de luchar.

Alexander soltó un suspiro, como si sus palabras fueran un bálsamo para un dolor que no sabía que llevaba consigo. La idea de que alguien pudiera verlo más allá de la Bestia, de sus cicatrices y sus sombras, lo descolocaba. Pero las palabras de Gabriella resonaban en él, abriéndose paso a través de la oscuridad que lo envolvía.

-No lo entiendes, Gabriella -dijo Alexander, sus ojos oscureciéndose al recordar-. Hubo alguien antes, alguien a quien quise más de lo que debería haberlo hecho. Ariadne. Era mi esposa, mi compañera... y me traicionó de la forma más cruel e imaginable. Vendió su alma a la oscuridad, y en el proceso, vendió también la mía. No puedo... no puedo repetir esa historia.

El corazón de la BestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora