CAPÍTULO 19

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¡Hola, mes chères roses!

¡Hola, mes chères roses!

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ALEXANDER

El sonido constante de la lluvia golpeando los muros del castillo resonaba en la vasta estancia, un eco que parecía ahogar cualquier intento de paz. Alexander se encontraba en su despacho, rodeado de informes y mapas esparcidos sobre la mesa de roble oscuro. Las velas parpadeaban, proyectando sombras alargadas que danzaban en las paredes como espíritus inquietos, reflejando el estado de su mente.

Las incursiones habían cesado de manera abrupta, un hecho que debería brindarle un respiro, pero que en lugar de eso, solo avivaba su desconfianza. Era una calma extraña, casi antinatural, como si algo más grande se estuviera gestando en las sombras. Los informes de los reinos vecinos eran caóticos: desapariciones, rumores de movimientos extraños en la frontera, y la oscuridad extendiéndose sin control. Algo se estaba preparando, y Alexander lo sentía en sus huesos.

Intentaba concentrarse en los documentos, buscando un patrón o una pista que explicara la quietud repentina, pero sus pensamientos volvían una y otra vez a Gabriella. Había evitado verla desde que Ariadne le lanzó aquellas palabras en la sala de los espejos, como si el mero contacto visual pudiera quebrar lo poco que le quedaba de control. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Ariadne sonriendo, sus palabras resonando con un veneno que aún no lograba purgar:

—Ella es tu ruina. Ella será tu redención y tu perdición.

El golpe de un trueno lejano sacudió los ventanales, y Alexander se incorporó, sus dedos cerrándose con fuerza alrededor del borde de la mesa. La tensión en su cuerpo era palpable, una mezcla de rabia contenida y una desesperación que no podía reconocer. Había pasado días sumido en la búsqueda de respuestas, excusando su ausencia ante Gabriella como una necesidad de hallar la verdad. Pero la realidad era mucho más simple y devastadora: temía lo que ella representaba. Temía el poder de esa luz que, por más que intentaba ignorar, lo atraía como una polilla hacia la llama.

Sin embargo, la Bestia en su interior se negaba a ceder. Seguía aferrándose a la oscuridad que lo había definido durante siglos, luchando contra cualquier atisbo de humanidad que pudiera abrirse paso. Gabriella era un riesgo, un desafío, y más que nada, una incógnita que no sabía cómo manejar. Cada pensamiento que la incluía terminaba con la misma amargura: no había lugar para ella en su mundo. Sus manos volvieron a cerrarse en puños, los nudillos blancos bajo la presión. El sonido de la lluvia era como una letanía incesante, y por un momento, Alexander deseó ser capaz de ahogar sus propios pensamientos con la tormenta.

Había algo más en los informes, un patrón que no lograba definir pero que se intuía en los márgenes de los escritos: menciones de extrañas desapariciones y una inusual actividad de seres oscuros en los confines de su dominio. Era como si la oscuridad misma estuviera llamando a sus criaturas, concentrándose en algún lugar fuera de su control. Alexander sintió un escalofrío recorrer su espalda. Estaba claro que había algo que se le escapaba, una pieza fundamental del rompecabezas que no lograba encajar.

El corazón de la BestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora