Prólogo

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Al Sabar se dedicaba a contemplar el nacimiento de un nuevo universo. Era un proceso maravilloso y, al mismo tiempo, de una brevedad impresionante. En medio del campo cuántico, un punto infinitamente pequeño de materia condensada alcanzaba temperaturas tan elevadas que se expandía en una gigantesca explosión. El universo neonato cubrió la nave, aislándola del resto. Ahora eran algo dentro de algo. Su estado anterior implicaba tantas paradojas que prefería no pensar mucho en él. Lo que se traducía en que, al final, lo haría de todos modos.

Harían falta, por lo menos, trescientos millones de años terrestres (estando en compañía humana, Al Sabar tendía a pensar la realidad en sus términos, lo mismo le sucedía con otras especies) para que surgiera el primer fotón. Después, el desarrollo de las galaxias se daría a un ritmo vertiginoso. Al Sabar tenía una buena idea de cómo sería; había explorado distintos universos en algunas facetas, así que no se perdería de nada.

Se volvió para mirar a Doménica. La joven científica admiraba aquel espectáculo de tinieblas. Para otros, su emoción era una estupidez de niña pequeña. Para ella, acababa de recibir un regalo que pocos de su especie recibirían jamás. Al Sabar, en su fanatismo por la exactitud, agregó en su cabeza que pocos seres del multiverso eran tan afortunados.

La joven había rogado para que las luces de la nave no se encendieran durante el proceso. Al Sabar se había esforzado mucho por entenderla; él también había sido un joven soñador alguna vez. Le costaba pensar en ese pequeño porlian como en el ser que alguna vez fue. Era una de las tantas complicaciones de la longevidad. Cuando miraba a los humanos, envidiaba sus cortas vidas. En un tiempo tan efímero, se esforzaban por pasarla lo mejor posible. Los porlian tendían a tomarse las cosas con mucha más calma.

Doménica levantó una temblorosa mano con lentitud, como una alumna insegura en un salón de clases dominado por un maestro de mal genio. Sus dedos parecían hechos de arcilla mal trabajada por lo mucho que se tambaleaban. Al Sabar resistió el impulso de cubrirlos con sus tentáculos para protegerlos. Un sollozo rompió la barrera de silencio que reinaba. El primer ruido de ese universo pertenecía al de un ser ajeno a él. Al Sabar lo consideraba injusto. De todos modos, no quería arruinar el momento estelar de la chica.

Doménica se limpió las lágrimas y, acto seguido, restregó las manos contra su ropa.

Al Sabar agitó los tentáculos de su quijada de arriba abajo. Tras captar las frecuencias de sonido de la joven, dejó que su aparato fonador las asumiera como suyas. Ahora hablaban el mismo idioma.

⸺No pensé que lo vería ⸺fue lo primero que dijo la joven.

⸺Pues aquí estás. Siéntete afortunada.

⸺Mi madre estaría tan orgullosa...

Lloró de nuevo. Al Sabar prefirió no decir nada. Era extraño ver a alguien llorar por una pérdida. Los porlian consideraban la muerte como una manera de retribución al Todo por permitirles habitar en él. Los porlian no perdían a nadie, sólo contemplaban cómo, no sin cierto pesar, los seres a los que habían amado volvían al sueño eterno del que, por unos pocos siglos, despertaron.

De todos modos, el sufrimiento de Doménica era casi palpable. Al Sabar sentía cómo le estrujaba los órganos y le revolvía la conciencia. La joven no tenía manera de saber si es que su madre había envejecido una cantidad considerable o muerto ya. La incertidumbre preocupaba al porlian y carcomía a la humana. Al Sabar se preguntó si es que los miembros de su propia especie serían insensibles. Descartó la idea. Los humanos habían pensado algo similar de sí mismos cuando conocieron a los padmas, una raza que se caracterizaba por poseer un sentido de la ofensa y la sensibilidad poco común entre las especies sapientes. No era más que una cuestión de perspectiva.

Metaficción II: Destructor de mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora