Capítulo IV-Vleick

2 0 0
                                    


Joseph cerró ambas manos en torno a la mía con el cuidado que se emplea para arropar a un bebé. La calidez de su piel me recordaba que, sin importar la cantidad de caos alrededor de nosotros, siempre tendría un lugar seguro al que acudir. Su rostro brillaba con un tenue resplandor plateado.

⸺¿Cómo te ha ido? ⸺me preguntó. El eco de su voz reverberó en todo el... ¿Dónde me hallaba? Todo era blanco a mi alrededor. A mis pies se acumulaba una bruma no muy densa, como la que siempre cubría las calles de Andros. Decidí patear una por el simple placer de hacerlo.

⸺¿A mí? ⸺Me encogí de hombros con brusquedad. Me daba igual lucir enojado a pesar de la alegría que embargaba a Joseph⸺. Pues es una mierda. Los últimos meses apenas he comido y vivo en un cuarto húmedo lleno de ratas.

La sonrisa se esfumó de la cara de Joseph. Quizás sería más exacto decir que se transformó: pasó de ser radiante a estar contaminada con un aire de tristeza. Ya no enseñaba los dientes. Seguía luciendo tranquilo, tanto como la última vez que lo había visto, cuando me pidió que lo abrazara para no marcharse solo.

⸺¿Por?

⸺No quiero seguir con Ricardo; soy un riesgo para él y para todos los que se encuentran conmigo. Aunque ahora que lo pienso parece que ni alejarme sirve.

Joseph me apretó la mano. Tragué saliva.

⸺¿Qué hay de mis papás? ⸺me preguntó.

Negué con la cabeza.

⸺Ni idea. No sé nada de ellos y prefiero no saberlo.

⸺Entiendo ⸺dijo.

⸺Pensé que te enojarías.

⸺Yo no estoy enojado, tú lo estás.

Si bien me moría por reclamarle cosas, era aún mayor mi deseo de volver a tenerlo. Alcé la boca y él se inclinó sobre mí. Después de meses, nuestros labios se encontraron de nuevo.

No sentí nada.



Desperté con un ligero dolor de estómago. Me encontraba en una habitación oscura, apenas iluminada por una ventana semiabierta por la que, de vez en cuando, algún ojo fugitivo se asomaba para echarnos un vistazo. Los únicos muebles eran dos mesas de metal en un estado tal que el salto de un ratón las habría derrumbado. Edar permanecía acurrucado junto a una de esas mesas. Dormir en el suelo nunca supuso un problema para él; estaba acostumbrado a ambientes mucho peores que ese.

En otros tiempos, verlo me habría reconfortado. Si bien lo hizo en un principio, ahora su presencia me resultaba insuficiente. Por supuesto, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de por qué: Joseph no estaba conmigo. Él era una presencia regular en mis sueños. Por lo general, paseaba conmigo mientras hablábamos. Yo no decía mucho; no quería desperdiciar ese tiempo gastando mi propia saliva cuando Joseph aún tenía muchas cosas que contarme. Tras unas semanas de negación, me vi obligado a aceptar que él y yo nunca llegamos a conocernos del todo. Supe muchas cosas de él y, al mismo tiempo, todavía quería saber más. ¿Cuál era su comida favorita? ¿Con qué canciones bailaba? La música del mundo real era muy pegadiza, aunque me sonrojaba un poco cuando soltaban unos cuantos versos obscenos. Joseph se había marchado antes de que supiera si lo amaba o no.

Después de soñar con él, cuando despertaba en ese maldito cuarto lleno de mugre interminable, el pecho me pesaba como si no fuera una parte más de mi cuerpo. Me incorporada de un salto. El frío de la mañana disminuía un poco mi tristeza y lograba que me pusiera manos a la obra con las tareas del día. En el trabajo, de vez en cuando permitía que Joseph se asomara, aunque no fuera más que como una idea vaga. Sólo en las noches me permitía sufrir por él. Había días malos, días terribles y unos cuantos en los que casi conseguía olvidarme del asunto. Todavía me preguntaba si era ético sentirme bien, incluso si no eran más que unos minutos. Habían pasado sólo seis meses, a fin de cuentas.

Metaficción II: Destructor de mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora