Capítulo XXIX-Ricardo

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Tomé nota mental de pedirle disculpas a Vleick más tarde. Pensándolo bien, podría haberle roto el cráneo y matarlo al instante.

Arrojé el primer disco a la cabeza de Doménica. La mujer se agachó a tiempo para evitar una decapitación, pero las puntas pasaron rozando su mejilla. No esperé a que el disco regresara a mí y saqué el siguiente, que acabó incrustado en el hombro de Doménica. El hacedor y el destructor se le cayeron, pero alcanzó a agarrarlos en el aire.

Atrapé el primer disco y lo volví a lanzar a la vez que el segundo se dirigía a mí. Podía usar los demás, sin embargo, era improbable que pudiera manejarlos y mi capacidad de coordinación era casi nula. Mis aventuras, por llamarlas de algún modo, eran el motivo perfecto para demostrarme que debí haberme preocupado más por las clases de educación física.

El disco pasó muy cerca de mi rostro. Lo detuvo una barrera invisible, giró sobre sí mismo y se lanzó hacia mi mano. Lo agarré a duras penas y se me cayó, pero volvió hacia mí de inmediato. Di un salto hacia atrás para evitar que me cortara la mano. El segundo disco siguió la misma dirección que el primero, aunque ahora sí que lo anticipé. Nunca pensé que poseer dos objetos tan pequeños me haría sentir tan genial.

Los brazos de Doménica estaban llenos de cortes superficiales. Mis lanzamientos fueron bastante malos, pero bastaban para evitar que nos destruyera a todos en un segundo. Me preguntaba si es que lo que le contó Marilyn era cierto. Los dispositivos yacían a sus pies.

Doménica levantó la cabeza y me miró a los ojos.

Algo no estaba bien,

Nada bien.

Algo que ya debería haber aprendido era que, en ciertas situaciones, la gente era capaz de cumplir sus objetivos a pesar de sus heridas.

Me olvidé de los discos y me lancé hacia Doménica. Hacia el destructor de mundos.

⸺¡Ricardo!

Doménica accionó el destructor.

Los primeros rayos de luz me perforaron la piel de los dedos. No la calcinaron ni la incendiaron, se comportaron más como inyecciones de fuego. Las llamas ardían dentro de mí. Quizás los gritos eran míos, de Doménica o de mis amigos. Cuando era pequeño, mi madre solía decir que todos los males, por más terribles que fueran, llegaban siempre a un final. Lo que ella no sabía era que, en esos momentos, el final mismo era el problema. No la muerte, sino la nada. Algo mucho peor que el olvido, pues para que este ocurra es necesario la presencia de alguien. Nadie podría volver a olvidar.

¿Eso que alcanzaba a ver era el hacedor? Dudaba mucho que hubiese conseguido llegar al destructor; estaba demasiado lejos. La energía (no estaba seguro de cómo llamarla) que brotaba del destructor de mundos todavía no alcanzaba la potencia suficiente. Pero, tal como nos dijo Al Sabar, no tardaría en hacerlo. No pasaría mucho tiempo antes de que todo se redujera a nada.

Doménica me puso la mano encima, aun así, yo ya había llegado hasta el hacedor. Lo presioné contra el suelo y pensé en los fantasmas diminutos que nos rodeaban, aquellos átomos que Marilyn habría imaginado en sus momentos libres o en los más oscuros. En mi experiencia, las ideas más importantes de un escritor siempre venían en alguno de los dos.

⸺¡No lo entiendes! ⸺chilló Doménica⸺. ¿De verdad tiene esto algún valor para ti? No es más que un tonto juego, una manera de pasar el rato. No existe. No es real. ¡No soy real! ¡Nada importante para mí es real!

Metaficción II: Destructor de mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora