Capítulo XXIV-Vleick

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No era ninguna mentira que en las pequeñas naves cupieran cuatro tripulantes con una comodidad moderada. Lo que sí era una mentira era que nosotros fuésemos a estar cómodos en ellas. Habíamos decidido que lo mejor sería que todos (salvo por Erick, que se iría en una de las cápsulas a la Tierra) nos lanzáramos a la batalla en el mismo vehículo. Al Sabar, Doménica, Ricardo, Edar y yo.

Saber que no nos podíamos permitir ir separados no me impidió quejarme:

⸺Esto está demasiado apretado. ⸺El codo de Ricardo se enterraba en mi cintura⸺. Oye, ¿podrías...?

El escritor retiró el codo con unas disculpas muy apresuradas.

Nos encontrábamos en una estancia de tamaño considerable que daba al espacio exterior. La enorme puerta semiabierta era una muda invitación a morir. A lo lejos, un pequeño punto gris se acercaba a nosotros.

Doménica iba al volante y Al Sabar hacía de copiloto. Ambos ocupaban bastante espacio sin que su integridad se viera afectada. Lo peor de todo era que tenía sentido: eran los que sabían pilotear la nave y no podían estar apretujados. Mientras tanto, Edar y yo nos pegábamos a nuestras ventanas y Ricardo se removía en un intento patético de no incomodarnos. Su afán de dejarnos un espacio adecuado sólo conseguía lastimarnos más.

⸺Quédate quieto, ¿sí? ⸺dijo el hechicero de sangre.

Ricardo, con las piernas muy juntas, se acomodó en su asiento. Jugueteaba con los dedos sanos y los heridos se los presionaba contra el pecho. Se notaba a leguas que habría dado lo que fuera por entrelazarlos sobre el regazo. A juzgar por su reacción al darse cuenta de la herida, no era de extrañar que tuviera mucho miedo de que empeorase.

⸺Somos los únicos que sabemos cómo funciona el hacedor, así que hay que ir juntos ⸺dijo Al Sabar. Transcurrió un segundo de silencio y agregó⸺: En caso de que sea necesario usarlo, sólo deben presionarlo y pensar en el tiempo al que quieren ir.

Me contuve para no resoplar y me limité a decirle:

⸺Está bien.

A nuestro alrededor, los uniformados subían a las naves de dos en dos, guardadas en una sala de techo muy alto. Según Al Sabar, lo normal era que nada más uno o dos de ellos ocupara cada nave; sin embargo, los asientos extras estaban allí para ocasiones muy excepcionales como esa.

Las grandes puertas iban a abrirse en cualquier momento y los vehículos vacíos saldrían al espacio. Si tuvieran consciencia de sí mismos, ¿estarían orgullosos de sacrificarse por una causa justa o protestarían ante la idea de morir?

Mi mente volvió a los uniformados, quienes obedecían las órdenes de Al Sabar sin rechistar. Yo me habría quejado, habría hecho más preguntas. Ellos, por su parte, no hicieron más que acatar lo que otro les decía y, si bien no estuve allí para comprobarlo, sospechaba que no les dio toda la información. Después de todo, la historia era demasiado larga y el tiempo se nos iba acortando.

Y el ruido de la sirena aumentó. Apreté los puños. La velocidad de mi corazón me obligaba a tomar grandes bocanadas de aire. Fui más consciente de lo que me hubiera gustado de aquel componente invisible tan corriente en mi día a día. Sentía que podía perderlo en cualquier momento.

⸺¿Por qué no se dieron cuenta de que venía más cerca? ⸺Me faltaba poco para gritar.

Doménica se volvió hacia mí con ojos furiosos. De seguro iba a reprenderme, pero no estaba de humor como para preocuparme demasiado.

Metaficción II: Destructor de mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora