Prólogo

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Ohm Thitiwat había nacido con voracidad y había provocado un problema. Su madre había muerto al darlo a luz y nunca había
revelado quién era su padre. Sin embargo, le había dejado lo único que tenía; un anillo.

Era de oro italiano con una esmeralda pequeña en el centro y algunas perlas alrededor.

El tío de Ohm, quien tenía cuatro hijos, había propuesto en un principio que las monjas se ocuparan del pequeño huérfano que se
había quedado llorando en la maternidad del valle de Casta. Había un convento que daba al estrecho de Sicilia y, normalmente, los
huérfanos acababan allí. Sin embargo, ese convento estaba en las últimas. Las monjas estaban ocupadas, pero alguna se compadecía
de vez en cuando y lo tomaba en brazos un poco más tiempo del que se necesitaba para darle de comer, solo de vez en cuando.

–Familia... –le había dicho el sacerdote a su tío–. Todo el mundo sabe que los Thitiwat cuidan de los suyos.

Los Thitiwat dominaban el oeste del valle y los Di Slade, el este.

El sacerdote le dijo que la lealtad hacia los suyos estaba por encima de todo. Por eso, después de las severas palabras del sacerdote, el tío de Ohm y su reticente esposa se habían llevado al pequeño bastardo a su casa, pero nunca había sido un hogar para Ohm. Siempre lo habían considerado un intruso y, si pasaba algo, era el primero al que echaban la culpa y el último al que perdonaban. Si había cuatro dulces, no los dividían para que hubiera cinco, Ohm se quedaba sin dulce.

Ohm, que se sentaba en el colegio al lado de Off di Slade, había empezado a entender por qué.

–Off, ¿qué sería lo primero que salvarían tus padres si hubiese un incendio? –le había preguntado la hermana Francesca en clase.

Off se había encogido de hombros.

–Tu padre –había insistido ella–, ¿qué sería lo primero que se llevaría?

–Su vino.

La clase se había reído y la hermana Francesca, cada vez más desesperada, se había dirigido a Ohm.

–Ohm, ¿qué salvaría tu tía?

Él la había mirado con sus serios ojos grises y había fruncido el ceño mientras contestaba.

–A sus hijos.

–Correcto.

Ella había vuelto a la pizarra y él se había quedado con el ceño fruncido porque, efectivamente, había sido la repuesta correcta. Su
tía salvaría a sus hijos, pero no a él.

No obstante, cuando tenía siete años, lo mandaron a recoger los dulces y la esposa del pastelero le revolvió el pelo. Estaba tan poco
acostumbrado a las demostraciones de cariño que se le iluminó la cara y ella le dijo que tenía una sonrisa muy bonita.

–Usted también –le dijo él.

–Toma –ella se rio y le dio un cannoli por haberle alegrado la mañana.

Ohm y Off se sentaron en la ladera y se comieron el dulce.
Los niños deberían haber sido enemigos a muerte, los Thitiwat y los Di Slade se habían peleado durante generaciones por los viñedos y las tierras del valle, pero Ohm y Off se habían hecho muy amigos.

Ese breve encuentro en la pastelería le había enseñado a Ohm que podía irle mejor con el encanto. Una sonrisa hacía maravillas y más tarde aprendió a coquetear con los ojos, y lo recompensaron con algo mucho más dulce que un cannoli.

Ohm y Off siguieron siendo amigos a pesar de las protestas de sus familias. Solían sentarse en la ladera que había al lado del convento, ya vacío, y bebían vino barato. Mientras miraban el valle, Off le contó las palizas que soportaba su madre y reconoció que
no tenía ganas de irse a la universidad en Roma.

03- Deshonra y adoración Donde viven las historias. Descúbrelo ahora