El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, proyectando sombras alargadas sobre el establo del castillo. Lucero, el viejo caballo de Jareth, se mantenía en un rincón, su mirada perdida en la distancia. Su pelaje canoso y desgastado reflejaba años de lealtad y compañerismo, pero hoy, la tristeza lo envolvía como una manta pesada.
La muerte de su amo lo había dejado sintiéndose vacío, sin rumbo. A medida que los días pasaban, la soledad lo consumía, y la incertidumbre sobre su destino lo mantenía inquieto. Sabía que su cuerpo no era tan fuerte como antes; el viejo Lucero apenas podía caminar sin sentir dolor. Pero lo peor de todo era que no quería hablar. ¿Qué podría decir que no hiciera enojar al sirviente humano que se acercaba?
El sirviente, con una mirada indiferente, se acercó a Lucero con la intención de llevarlo lejos, tal vez al matadero o a un destino incierto. El caballo prefirió mantenerse callado, caminando lentamente, como si eso pudiera evitar su destino.
Afuera, la yegua blanca de Sarah, con su elegante andar y la cabeza en alto, desfilaba hacia el establo. Su porte orgulloso era admirable, y algunos la miraban con envidia. Sin embargo, había algo en su andar que traía consigo una melancolía. Sabía que su verdadera dueña estaba prisionera, y su corazón anhelaba su regreso.
Cuando la yegua blanca llegó, Andy se acercó, su mirada llena de curiosidad y un poco de compasión.
—¿Podría ser mi esposa Kahe la nueva dueña de ti? —preguntó, tratando de mostrarle respeto.
La yegua levantó la cabeza, mirándolo con desdén.
—Nadie me montará, excepto mi verdadera dueña, Sarah. —respondió con un tono firme—. Soy leal a ella y a nadie más.
La declaración de la yegua provocó un torrente de ira en Andy. La insolencia de aquel animal lo irritaba.
—¡Llévense a ambos caballos lejos de este reino! —gritó, su voz resonando en el aire cargado de tensión—. No necesito su orgullo ni su desobediencia aquí.
Lucero, al escuchar la ira de Andy, sintió un rayo de temor. La decisión del hombre podría significar un final inminente para él y su compañera. Pero, a pesar de su miedo, no podía evitar sentir un pequeño atisbo de respeto por la yegua blanca. Ella, al igual que él, conocía el significado de la lealtad.
El sirviente, reconociendo la orden, se acercó para llevarse a los caballos, pero Lucero, en su tristeza, encontró la fuerza para levantar la cabeza y mirar a la yegua.
—No importa dónde vayamos, siempre llevaremos con nosotros el recuerdo de quienes hemos servido. —susurró, consciente de que su tiempo estaba llegando a su fin.
La yegua blanca asintió levemente, entendiendo la conexión que compartían a través de su lealtad. Mientras los sirvientes los llevaban lejos del castillo, ambos caballos se sintieron menos solos en su tristeza, unidos por el vínculo que habían forjado con sus dueños.
La yegua blanca, aún con la cabeza en alto y el orgullo resonando en su andar, no se contuvo ante la ira de Andy. Su negativa a aceptar un nuevo dueño había cruzado la línea, y él, cegado por la furia, levantó la mano y le propinó una bofetada en el costado.
El sonido resonó en el aire como un eco, y la yegua, sorprendida y dolida, giró la cabeza hacia él con una mirada desafiante. Sin pensarlo, escupió, dejando caer una mezcla de frustración y desprecio sobre el suelo.
—¡Eres un insolente! —gritó Andy, su cara enrojecida por la rabia—. ¿Crees que puedes hablarme así y quedarte impune?
La yegua se mantuvo firme, desafiando su autoridad. En su mente, solo había un pensamiento: la lealtad hacia Sarah.
—No estoy aquí para obedecerte, humano. Solo le debo lealtad a mi dueña. —respondió con determinación, a pesar de la bofetada que había recibido.
El sirviente, que había estado observando la escena con nerviosismo, dio un paso adelante.
—Quizás deberíamos llevarla al establo y dejar que se calme, milord. No vale la pena perder el tiempo con un animal rebelde.
—¡No! —exclamó Andy, sintiendo que su orgullo había sido herido aún más—. No permitiré que me falte al respeto. Llévenla a un lugar donde no pueda hacer daño.
Mientras los sirvientes se preparaban para llevarse a la yegua, Lucero, el viejo caballo, sintió que la desesperación lo invadía.
—Basta, Andy. —dijo, con un tono que emanaba tristeza—. Ella está sufriendo, igual que nosotros. La lealtad no se puede forzar.
Pero las palabras de Lucero cayeron en oídos sordos. Andy estaba decidido a mostrar quién mandaba en el reino, y la yegua, con su orgullo intacto, se había convertido en su chivo expiatorio.
—¡Tú también! —gritó, su voz resonando con rabia—. No te creas que eres diferente solo porque eras el caballo de Jareth. ¡Eres solo un animal!
Lucero, sorprendido por la violencia del acto, intentó resistirse, pero la fuerza del sirviente era abrumadora. La sensación del tirón en su melena lo hizo relinchar de dolor, y su orgullo se resquebrajó momentáneamente.
—¡Suéltame! —bufó, intentando recuperar el control—. No soy un juguete para que me trates así.
El sirviente, sin embargo, estaba decidido a descargar su ira en el viejo caballo, sintiendo que la frustración de su propia vida se desbordaba sobre Lucero.
—Te llevaré al establo de los rebeldes, donde aprenderás a respetar a tu nuevo amo. —dijo con desdén, sin una pizca de compasión.
Mientras Lucero era arrastrado, la yegua blanca observaba desde la distancia, sintiendo una profunda tristeza por su compañero. Su corazón latía con desasosiego.
—No lo permitas, Lucero. —gritó la yegua, aunque sabía que sus palabras no llegarían a él. —Recuerda quién eres.
Lucero, con cada paso que lo alejaba de la libertad, sintió que el peso del desamparo lo oprimía. La ira lo consumía, pero también la tristeza por no poder proteger a Sarah y a sí mismo.
—Esto no terminará aquí —murmuró, con determinación—. La lealtad y el amor siempre encuentran la forma de sobrevivir.
Lucero, sintiendo la presión de la humillación y el cansancio, se dejó caer al suelo con un suave suspiro. Sus patas temblaban, y un tirón en su melena dejaba una marca visible de su reciente trato. A pesar de su edad, aún había dignidad en su andar, pero ahora se sentía derrotado.
Mientras yacía en el suelo, una brisa suave acarició su piel, trayendo consigo el aroma de las flores del jardín. En ese momento, la yegua blanca, un poco más joven y llena de vida, se acercó con delicadeza. Su mirada reflejaba compasión y una profunda conexión que iba más allá de las palabras.
Con su hocico, se acercó a Lucero, rozándolo suavemente. Fue un gesto tierno y sincero, un recordatorio de que aún había amor en medio del sufrimiento. Lucero, aunque cansado, sintió un cálido destello en su corazón al sentir el suave contacto.
—No estás solo —susurró la yegua blanca, como si pudiera leer sus pensamientos—. Siempre estaré contigo, Lucero.
Ambos se acercaron un poco más, sus labios se encontraron en un suave beso. Fue un momento lleno de ternura, donde el tiempo se detuvo. En ese instante, el dolor y la tristeza se desvanecieron, y solo quedó la conexión pura entre ellos.
Lucero sintió que el abrazo del sueño lo envolvía, pero no sin antes permitir que el amor por la yegua lo llenara de esperanza. Aunque el futuro era incierto y oscuro, había un consuelo en saber que no estaba solo en su sufrimiento.
—Siempre estaré aquí —respondió Lucero con un hilo de voz, sintiendo la calidez del momento—. Gracias por recordarme que aún hay belleza en este mundo.
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La Sombra del Laberinto: La Historia del Cristal Negro Encantado
FantasiEn el reino de Fantasía, la Nada avanzaba rápidamente, devorando todo a su paso. La Emperatriz Kahe, la joven y hermosa gobernante, había caído enferma. Su salud dependía de un cristal roto, cuyas piezas estaban dispersas. Andy, un joven guerrero de...