—Entrada 5—
1
—¿Entraron ayer en el barco, ustedes? —pregunté.
—No, Momo —respondió Chiqui—. No teníamos Apacheta, y nos faltaba lo mas importante.
—¿Lo más importante? —pregunté, pero sin mediar mucho en la conversación, toda mi atención estaba puesta en ese gigante de metal en la costa del río.
—Vos, Momo —Interrumpió Manu—. Sos nuestra wanka. Pasas demasiado tiempo con los curacas y con las acllas. Ninguno de nosotros es tan conocido por los espíritus como vos.
Me giré para verlos, no iba a discutirles la forma en la que me percibían, después de todo, yo era la nena que estaba por los dioses destinada a vestir de negro para siempre.
—¿Trajeron espigas de trigo? —pregunté.
—Yo —Respondió Matilde, levantando la mano con entusiasmo.
Ella fue la primera en comenzar a descender por el acantilado. Con la misma seguridad de alguien que no es consciente de los riesgos, aunque se deslizó con cautela por la pendiente rocosa. Los demás la seguimos, uno tras otro, atentos a cada paso. Cada piedra parecía tener su propio lugar de relevancia en el camino, y el viento que cantaba en el aire parecía ser una suave advertencia, que nos recordaba lo frágiles que éramos en comparación con la inmensidad de la naturaleza que nos rodeaba.
El descenso fue lento, porque nos tomamos el tiempo necesario para asegurarnos de que no haya errores, y que nada nos haría perder el equilibrio. El silencio entre nosotros era casi reverencial, roto solo por el crujido de las piedras bajo nuestros pies.
Finalmente, llegamos al suelo. Amiga imaginaría, no te das una idea la satisfacción que se sintió. Levanté mi vista al cielo y agradecí a los dioses de que todos habíamos llegado ilesos.
Lyria, que hasta ese momento había estado callada, seguramente por el miedo, lanzó un grito que resonó en con eco en medio del valle:
—¡El último es cola de perro!
Y salió corriendo hacia el barco, su risa flotando en el aire demostraba que había estado conteniendo esa emoción desde hace rato. Todos nos lanzamos tras ella, llenos de adrenalina y excitación. El barco, imponente y silencioso, nos esperaba a unos doscientos metros de distancia.
2
Cuando llegamos, nos detuvimos a mirarlo con una mezcla de asombro y respeto. Era mucho más grande de lo que parecía desde la cima del acantilado. Nos acercamos con cautela, y después lo saludamos apoyando nuestras manos en la superficie fría y rugosa, haciendo el tinkuy ancestral. Aunque algo quedó claro de inmediato: no teníamos forma de trepar hasta la cubierta. Intentamos varias veces saltar y tantear por las costuras del metal, no había nada a lo que pudiéramos aferrarnos.
—¿Y ahora? —preguntó Chiqui.
—Tal vez haya una escalera de costado —sugirió Manu, siempre dispuesto a encontrar alguna solución.
—O una puertita, algo por donde podamos entra por abajo —añadió Matilde.
Sin perder tiempo, comenzamos a caminar a lo largo del casco, recorriendo con nuestras miradas y manos cada rincón a nuestro alcance, con la esperanza de encontrar algo que nos permitiera subir. El viento soplaba con más fuerza y nuestros pasos se enterraban en la arena. Pero a pesar de nuestros deseos no había escaleras ni escotillas de carga. Solo el vasto, frío y arruinado costado del barco, como un un límite insuperable.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no