—Entrada 18—
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Después de la partida de Ninasisa, los días se volvieron silenciosos. Ella cruzó el Chhaka Sillt'u mientras todo a mi alrededor enmudecía. En los almuerzos y las cenas ya no había conversaciones en la mesa, solo sonidos apagados: el crujir de una silla al moverse, el tintineo de los cubiertos contra los platos, y, de vez en cuando, algún suspiro que parecía pedir permiso para abrirse en el mutismo.
Había un peso extraño en el aire, como si la vida misma estuviera de luto. Era un silencio vivo. Suena paradójico, lo sé, pero era real. Es lo que queda cuando una ausencia grita más fuerte que cualquier presencia. Es el modo en que el tiempo se detiene para obligarnos a mirar hacia atrás, a esos vacíos que nos conectan con el pasado, a esos momentos que nunca dejan de llamarnos aunque sigamos avanzando. Porque la muerte siempre llega, puntual y despiadada, para recordarnos que, al final, ella pone todo en su lugar.
Pero un sonido distinto irrumpió en medio del silencio una mañana: el llamado de palmas golpeando desde la tranquera. Al principio pensé que me lo había imaginado, pero cuando se repitieron, más insistentes, supe que alguien realmente había llegado.
Estaba sola. Mamá había ido con Toti a la feria a buscar comida, como todos los viernes, y papá... como siempre, en el desierto, con sus herramientas y su determinación.
Chata, a mis pies, levantó la cabeza al escuchar el ruido. Le acaricié la frente plana antes de levantarme.
Me puse rápido el poncho, abrí la puerta y corrí la cortina. Del otro lado de la tranquera estaba Gael, con una bicicleta. La imagen me recordó a Félix, que durante años me había pasado a buscar del mismo modo.
—¿Hola? —dije, un híbrido entre saludo y pregunta.
—Hola —respondió él, sin agregar nada más.
Salí al patio. Chata me siguió, a un par de pasos de distancia, su sombra pequeña alargándose sobre la tierra junto a la mía.
Cuando estuve cerca de la tranquera, alcé mis manos hacia arriba, esperando una explicación.
—¿Sí? —pregunté.
—Hola. ¿Te interrumpí en algo importante?
Sus dedos jugaban con el manubrio, y su mirada no sabía dónde posarse. Había algo en su postura, esa mezcla de timidez y vergüenza. Félix, en cambio, siempre llegaba con esa sonrisa fácil y los bolsillos llenos de historias para contarme. Por un segundo, me quedé atrapada en el recuerdo, pero el presente me reclamó: Gael me miraba.
—¿Necesitás algo? —Pregunté, poniendo mi mejor cara de desentendida.
—Quería mostrarte un lugar.
—¿Qué?
—Queme gustaría... —tragó saliva—llevarte a...
—¡Pará!
Me agaché para hablar con Chata:
—Cuando vuelvan mamá y Toti, avisales que salí a pasear con un amigo.
—Claro, Momo, ¿pero si preguntan dónde, qué les digo?
—Que fui a la plaza. Ahora andá adentro. Más tarde vuelvo.
El robot, siempre tan obediente, hizo lo que le indiqué.
Abrí la tranquera y salí.
—Pero no vamos a la plaza —dijo él.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no