Entrada 15

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—Entrada 15—

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Volví a las clases de tejido.

Mi mamá había insistido mucho, porque Ninasisa le había insistido mucho durante semanas para que las retomara.

Creo que era un martes. Y la verdad, amiga, tejer es como andar en bicicleta: nunca se te olvida.

Esa tarde, mientras intentaba mantener la tensión entre los diferentes puntos sin que se me desarmara todo, a los dos minutos sentí que todas las miradas estaban puestas en mí. Una de mis compañeras, llamada Raquel, al final, se animó:

—¿Qué fue de vos, Momo? Te habías borrado mal... ¿Cuántas clases te perdiste? —dijo, y al instante, las demás se sumaron con miradas curiosas.

Suspiré, resignada. Era inevitable.

—No hubo un motivo en particular, chicas —respondí, acomodando la lana entre los dedos—. Sentí que era momento de tomar algo de distancia. Vieron cómo es cuando algo se empieza a sentir como una obligación... Y es difícil disfrutar de una obligación, ¿no?

Unas pocas asintieron, y dijeron que a veces sienten lo mismo, otras solo intercambiaron miradas rápidas, sin decir nada. Pero no me importó mucho; volví al tejido, intentando seguirle el ritmo a las demás.

Estábamos en eso cuando, de pronto, escuchamos unos golpecitos en la puerta. Todas levantamos la cabeza al mismo tiempo, y Doña Ofelia, nuestra maestra, con su voz suave y clara dio permiso para entrar:

—¡Pase!

La puerta se abrió, y ahí estaba Gael. Entró con su inconfundible halo de timidez, sin mirar a nadie en particular. Fue derecho hacia Ofelia y le habló con esa mezcla de formalidad y gentileza, que ya la había visto usar al hablarle a Qhari, como si le estuviera hablando a una abuela.

—Profesora Ofelia, vine a buscar las cuerdas de las que le hablé la última vez.

Ella le dedicó una sonrisa:

—Sí, querido, no te hagás problema. Están en el salón de al lado, podés pasar.

—Gracias—dijo él, y se giró para saludar a las alumnas. —Hola a todas —. Fue entonces que me vio entre el grupo.

Se quedó helado, no esperaba encontrarme ahí. Quizás fue solo una fracción de segundo, pero sus ojos se quedaron sobre mí, enredados, mientras yo, apenas, lo miraba con el rabillo del ojo.

No sé si le devolví la mirada con la displicencia que pretendía. Tal vez un poco... pero al final decidí ignorarlo y volví a concentrarme en el tejido. Sin responderle el saludo, mientras las demás lo hacían, lo dejé ahí, paralizado, mientras los murmullos en la sala crecían, en complicidad.

Cuando la clase terminó, me despedí de Mecha y Pato, las compañeras con lasque mejor me llevaba, se fueron riendo de algún chisme suelto que Pato había soltado. Las vi irse juntas y, tras saludarlas con algún comentario irrisorio, empecé a caminar hacia casa. El aire de la tarde estaba fresco, y los corredores ya se habían vaciado casi por completo.

No llevaba más de unos metros cuando escuché una voz llamándome desde atrás. Me giré y ahí estaba Gael, acercándose hacia mí con algo en la mano, a medida que se acercaba reconocí lo que era, un cordel negro; ni muy grueso ni muy fino, un trenzado simple y algo rústico.

—Ah, vos—le dije, sin mucho entusiasmo, frenando un poco para esperar a que se acerque.

—¿Me regalas unos segundos? —me preguntó.

Las Ruinas InvisiblesWhere stories live. Discover now