—Entrada 16—
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Miraba el techo. ¿Desde hacía cuánto? Ni idea. Estaba acostada en la cama, boca arriba, respirando tranquila.
A medida que pasaban los segundos, las ideas empezaron a acomodarse en la cabeza. Miré el reloj: las 9 de la mañana. «Podría aprovechar la mañana», pensé. Calentar el agua, llevar el termo y tomar unos mates con Toti. Era un plan lo suficientemente simple como para arrancar el día.
Pero cuando colgué las piernas para levantarme, me agarró un frío que me recorrió de punta a punta. Agua helada, hasta las rodillas.—¡Puta madre! ¿Qué mierda pasa?— solté, pegando un salto torpe fuera de la cama. Chapoteé hasta el interruptor de la luz y apreté el botón con desesperación, una y otra vez. Nada. —No, ahora no. ¡Paneles del orto! ¿Justo ahora se vienen a romper?
El silencio, denso como siempre, trajo consigo un zumbido en mi cabeza, como si la electricidad perdida estuviera ahora adentro mío. Busqué el encendedor de Diego, que siempre dejaba en la mesita de luz, y al darle chispa, la llama se asomó titilando, chiquita pero suficiente para alumbrar. Noté, con la poca luz del encendedor, que mis manos seguían manchadas, aunque esta vez el rojo oscuro de había vuelto completamente negro. Pero esta vez no le di mucha importancia. Mi preocupación era el bunker inundado.
Abrí la puerta de la pieza con cuidado, pero del otro lado me esperaba lo mismo: agua. El pasillo hacia adelante, las habitaciones de los costados, los baños... Todo tapado por una capa líquida que reflejaba la escasa luz como un espejo turbio. Por un momento, me pareció estar dentro de un barco a la deriva, que se hundía lentamente.
Con la llama como guía, revisé los baños, uno por uno. Probé las canillas, palpé las paredes buscando humedad, hasta traté de escuchar si goteaba algo. Nada. Todo seco. Fui hasta la cocina, revisé la despensa, el depósito de agua caliente. Incluso trepé a una silla para mirar los caños del techo. Ni una fuga. El agua no venía de ningún lado, pero estaba en todas partes.
Chapoteando llegué al comedor, después al salón principal, revisando una pared tras otra. Ni una mancha, ni una grieta.
Al final, llegué al vestíbulo, y ahí estaba la respuesta: el agua se filtraba por las hendiduras de la escotilla. Me quedé un rato mirando, tratando de entender solo con observar. —¿Estará lloviendo tanto afuera que se está inundando todo?— pensé, suspirando ya con algo de resignación. Subí la escalera que chorreaba como si fuera una cascada, apagué el encendedor y lo guarde en el bolsillo de atrás del pantalón. Con todas mis fuerzas empujé la escotilla. Apenas se abrió un poco, el agua fría me cayó encima como un baldazo, empapándome de pies a cabeza. La corriente era tan fuerte que casi me tira, pero logré salir, resbalándome y chapoteando afuera.
Avancé con cuidado por el pasillo del búnker, iluminado apenas por las luz que se filtraba por las ventanas que se reflejaban en el agua. Hasta que la vi, ahí en la ventanita, colgada de sus hilitos: Uru, mi compañerita, mi amiga la araña. Estaba quieta, como de costumbre, pero verla ahí me tranquilizó un poco. Me acerqué para hablarle: —No te preocupes, Uru. Cuando consiga que vuelva la electricidad, prendo las bombas y secamos todo, ¿sí?
Ella, obviamente, no contestó.
Llegué hasta la puerta principal, la pesada doble placa metálica que siempre me costaba atnto abrir, esta vez aún más por el peso del agua. Apoyé las manos y empujé tanto como pude. Apenas conseguí abrirla unos centímetros, lo justo para poder salir.
Afuera, el frío me golpeó como una piña en la cara, pero no fue eso lo que me paralizó. El agua se extendía hacia todos lados, un espejo inmenso que reflejaba un cielo cargado de nubes grises. No había tierra firme, ni una sola señal. La lejanía se perdía en una línea infinita de líquido y silencio.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no