—Entrada 17—
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Cuando desperté, lo primero que sentí fue un dolor punzante en los ojos. Cada vez que intentaba abrirlos la luz me cegaba, y tras varios intentos logré mantenerlos abiertos. El simple contacto con el aire los irritaba. En el viaje de ida, cuando desperté, no me habían dolido tanto, o al menos esa fue mi impresión.
Lo segundo que sentí fueron las correas, apretándome más de lo deberían. Mis piernas estaban rígidas, y mis brazos, como si el tiempo en suspensión los hubiera petrificado. Traté de mover los dedos, uno por uno, pero mis movimientos eran torpes y débiles. Desabroché las correas, y lentamente comencé a flotar dentro de la capsula de suspensión. Fueron casi ocho meses durmiendo, y mi cuerpo lo sentía. Comencé a buscar la jeringa de regeneramiento y también el inhalador. Ya que mi respiración había sido leve durante mucho tiempo, y al acelerarse luego de despertar, me provocaba unos dolores que me desgarraban por dentro.
Todo esto mientras el pitido de alerta de los sistemas sonaba sin pausa, anunciando que el viaje estaba llegando a su fin.
La puerta de la cápsula de suspensión estaba entreabierta, programada para que lo hiciera cuando llegara el momento. Esto solo significaba una cosa: estaba cerca de casa.
Me incorporé despacio, mis músculos protestaron al moverse, y un tirón en la espalda me hizo chasquear la lengua. Todo era parte del proceso, ya lo había vivido antes. Cuando estuve del otro lado de la puerta de la cápsula de suspensión, tomé la jeringa del compartimento que estaba justo a lado, la jeringa contenía un suero de regeneración inmediata. La inyecté en mi brazo, apreté el gatillo para activarla y sentí como el líquido viscoso comenzaba a recorrerme por dentro. Después tomé el inhalador, y aspiré varias veces la sustancia que emanaba, y pude sentir como mi ritmo respiratorio comenzaba a mejorar con cada bocanada.
Estuve flotando varios segundos sin hacer nada, esperando que estos medicamentos surtieran efecto, todo esto mientras el pitido se volvía cada vez más ensordecedor. La luz roja de una de las paredes del habitáculo del transbordador no paraba de parpadear, recordándome que no tenía tiempo que perder.
No podía esperar a sentirme mejor, así que como pude me desplace hacia la parte delantera, hasta la ventana delantera del transbordador.
Entonces la vi.
La Tierra.
Tan majestuosa, suspendida en un negro infinito.
La esfera azul emanaba esperanza, y el solo verla trajo un poco de alivio a mi cuerpo.
Las nubes trazaban remolinos blancos sobre los océanos, y los continentes, como manchas borrosas que prometían vida, algo que Marte nunca volvería a tener. Un nudo en la garganta me recordó cuánto había extrañado a las personas que la Tierra me había regalado.
Dejé la vista atrás y me enfoqué. Había mucho trabajo que hacer.
Me acerqué al panel principal y revisé los registros. No había indicios de comunicaciones interceptadas, ni alarmas activas. El sistema de ocultamiento, que yo misma había instalado en el transbordador antes de despegar en Marte, había hecho su parte durante los ocho meses de viaje. Pero eso iba a cambiar. La entrada a la atmósfera me haría visible, aunque fuera por unos minutos, y Maddre, con todos sus satélites y sus emisoras de radio, no necesitaría más que unos minutos para localizarme.
Deslicé mi mano por la consola y activé los sistemas de la cápsula de escape. Su luz verde parpadeó, lista. Un destello de alivio me cruzó, pero no era suficiente. Sabía que una simple cápsula de escape no bastaría para despistar a los satélites.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no