—Entrada 12—
1
Hola, amiga.
Sigo escribiendo, aunque seguramente ya no estés leyendo. Tal vez estas palabras sean solo para mí, para nadie.
Pero si, por alguna razón, todavía estás ahí, siguiendo la desventura de mi vida a través de estas páginas... te lo agradezco, de corazón.
De paso, quiero aprovechar para preguntarte: ¿alguna vez te quedaste mirando la Luna? Quiero decir, mirándola de verdad. Estoy segura de que sí. Todos, en algún momento, vimos una cara en ella. ¿Nunca te preguntaste por qué? Esa cara que no está, pero igual aparece. Es el cerebro jugando con nosotras, encontrando formas conocidas en lo desconocido, en medio de la necesidad de que todo encaje, de que todo tenga sentido, para no sentir miedo.
Aunque, si le preguntaras a mi amiga verduga, seguro te diría otra cosa. Ella no vería una cara. El Golem vería un conejo.
Te cuento esto porque anoche volví a soñar con el monte de pico nevado. Y ahí estaba de nuevo, frente al monolito, el mismo de la última vez. El agua, que no dejaba de subir, lo había cubierto casi por completo. Apenas unos pocos centímetros de aquella piedra, que antes se alzaba imponente entre las flores, seguían asomando. A un costado, el libro que mis manos habían sostenido flotaba ahora, abierto boca abajo, resistiéndose a hundirse.
Miré mis manos. Todavía estaban teñidas de rojo, pero está vez un rojo más oscuro. Me acerqué a la orilla, esperando que el agua fría hiciera desaparecer las manchas, pero la sangre no salía. Froté con más fuerza, con desesperación. Mis movimientos se volvieron frenéticos, golpeando sin sentido el agua, salpicando todo a mi alrededor en un intento inútil de limpiarme. Terminé empapada, con el cuerpo agotado, pero las manchas de sangre seguían ahí, imborrables.
Caí rendida, al borde del agua, hundiéndome en el barro. Me sentía presa de la frustración y el dolor, con una presión en el pecho que me aplastaba. Entonces levanté la mirada y vi que el cielo empezaba a aclarar. El sol aún no había salido, pero su luz ya comenzaba a teñir el cielo a la distancia de un suave tono anaranjado. Y ahí, en lo alto, la luna llena seguía presente.
Esa misma luna, la que había sido mi diosa, a quien le había rezado toda mi vida, la que me había visto de rodillas en mis momentos difíciles...ahora, en el peor de todos, me miraba con sombrío desdén. Como si mi angustia, mis manos manchadas, fueran irrelevantes para ella.
Me quedé ahí, inmóvil, perdida en el cielo que lentamente cambiaba de color. La decepción incendiaba mi pecho, cruel y punzante. Había creído durante años que la luna me escuchaba y que me cuidaba. ¿Cómo podía ser que ahora, cuando más anhelaba su respuesta, Mama Quilla, en la cúspide celeste, permaneciera tan distante, impasible?
Fue entonces cuando lo vi. Una estrella fugaz cruzó el firmamento, luego otra, y otra más. Al principio, fueron solo unas pocas, pero en cuestión de segundos, el cielo entero se llenó de ellas. Parecía que el cielo ardía, salpicado de chispas que caían desde el infinito.
2
Las estrellas fugaces me recordaron algo, y me quedé pensando en eso después de salir del sueño. Eran iguales a las que Chatabot proyectaba en las paredes de casa. Lo hacía con bastante frecuencia cuando yo tenía quince años, porque Toti siempre se lo pedía. Mi hermanito apenas tenía tres años y estaba fascinado con las "estrellitas en el cielo", como él las llamaba.
Una tarde de sábado, estábamos en la clase de neo-sumerio que mamá organizaba en el comedor. Ella utilizaba las proyecciones de Chatabot para las diapositivas que explicaban los temas que eran más complejos. Era gracioso verlo: desde su cara plana salían imágenes que ocupaban casi toda la pared, y eso nos ayudaba a seguir la lección.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no