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Hola, amiga:

Me alegra un montón que estés leyendo estas palabras, y más me alegra todavía imaginarte mientras lo hacés. Quizás nunca nos conocimos, y tal vez nunca estuvimos una al lado de la otra, pero eso no me impide contarte mi historia. No es la historia oficial, ni la versión de alguien más; es mi historia, la única que sé que es verdadera.

No tengo forma de saber si vas a llegar hasta el final de este texto, si es que alguna vez lo tiene, o si vas a leerlo hasta donde yo pueda escribir. Pero igual quiero escribirlo. ¿Por qué? Porque necesito que alguien sepa quién soy, quién fui, qué cosas amé, qué cosas odié. Qué hice y qué sueños tuve mientras estuve viva.

Además, no tengo nada más que hacer, salvo esperar, encerrada en este lugar, a que llegue mi verdugo para poner fin a mi vida. ¿Dije verdugo? Mejor dicho: mi verduga, si es que esa palabra existe o si la estoy inventando. Porque la que va a venir a matarme es una vieja amiga, una de las más importantes que tuve.

Mi amiga, a quien quiero desde lo más profundo de mi ser, no siente lo mismo por mí. Es el Golem que yo misma fabriqué, el muñeco inerte al que le di vida con una palabra que grabé en su piel. Y ahora, soy incapaz de borrar la marca que le imprimí en la frente. Pero esa es una historia para otro momento. Mejor empecemos desde el principio, como hacen todos. Yo también quiero empezar de nuevo.

Y para volver al principio, tengo que hablarte de mis orígenes. Nací entre la basura. Mi madre biológica murió al darme a luz, así que nunca la conocí. No sé cuál era su nombre ni cómo fue su vida, aunque alguien me dijo una vez que me parezco mucho a ella. No sé a qué se dedicaba, qué sueños tenía, ni cuántos años tenía cuando me trajo al mundo... Nada de esas cosas que hoy me atraviesan el alma. Solo sé que era una ciudadana registrada, y que su última palabra fue mi nombre.

Mis padres del corazón respetaron ese nombre, el que mi madre biológica quiso para mí. Tan buenas personas ellos, que bondadoso fue Inti, que permitió que ellos me adoptaran. Y que hicieran de mi infancia un refugio tierno y cálido que guardo en el corazón como el único tesoro que tengo.

Pascual es el nombre de mi papá, quien me encontró en brazos de mi madre biológica, después de que ella me diera a luz en medio del desierto. Fue él quien me llevó al lugar que se convertiría en mi hogar, donde conocí a Dominga, mi mamá. Sin duda, la mujer más amorosa que la luna ha iluminado alguna vez. No hay palabras para describir el amor que siento por ella, ni en este idioma ni en ninguno sobre la faz de la tierra.

Mis recuerdos más antiguos me llevan a cuando tenía tres o cuatro años. Mi papá me cargaba sobre sus hombros durante los Raimi tradicionales, a los que íbamos con mi mamá cada año. En esas fiestas, la música nunca paraba. La gente cantaba y bailaba, adorando a la luna, la tierra y a muchos dioses más. Pero, sobre todo, al Sol, con una devoción que me parecía mágica.

Recuerdo las tardes calurosas de verano, el aroma del pasto recién cortado en el patio de casa después de un chaparrón. En invierno, mi mamá me dejaba ayudarla con los leños para la salamandra. Cargar uno de esos trozos de madera me parecía una tarea casi imposible, por mi edad y mi tamaño; más que ayudar, estorbaba. Pero mamá, con su amor infinito, me animaba y me hacía sentir la nena más fuerte del mundo.

Espero de corazón, amiga mía, que donde sea que estés leyendo estas palabras, ya sea en papel o en una pantalla, te sientas segura y acompañada. Que tu infancia haya sido tan tierna y dulce como la mía, y que quienes te trajeron al mundo te hayan dado todo el amor que merecías. Y si la vida, en su injusta repartida, no te regaló una infancia llena de momentos felices, deseo que al menos encuentres en tu adultez el amor que tanto anhela y necesita tu corazón.

Las Ruinas InvisiblesWhere stories live. Discover now