—Entrada 10—
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Mi hermano llegó en una tarde soleada, con Inti resplandeciendo orgulloso en el cielo. Sin embargo, también soplaba un viento fuerte, que se colaba con un agudo silbido por las pequeñas hendiduras de las puertas y las ventanas, como música de fondo para lo que se vivía adentro de casa.
Nació en la cama de mis papás, esa de madera vieja que crujía hasta con el peso de las mantas. Una de las matronas del pueblo había llegado por la mañana, apenas Ninasisa avisó que mi mamá había empezado con los trabajos de parto. Mientras tanto, mi papá y yo esperábamos afuera, en el comedor, con los nervios a flor de piel.
Mi viejo estaba sentado a la mesa, encorvado, con la mirada perdida en algún rincón de la madera. Los gemidos de mi mamá se colaban por la puerta, y cada uno parecía dolerle en el alma. Con la cabeza gacha y los dedos entrelazados, papá empezó a rezar bajito a Mama Cocha, la diosa del mar, y protectora de las madres. Apenas se movía, como si fuera uno con el sufrimiento de mamá.
Yo no aguanté verlo así, así que me fui a la cocina. Agarré un hilo de lana largo que había por ahí y empecé a hacerle nudos, uno tras otro, con los ojos cerrados. Mientras tanto, murmuraba mis propias oraciones a Mama Oqllo, pidiéndole que no nos abandonara, que todo saliera bien. Hacer esos nudos me daba una calma extraña, se sentía como si atara mis miedos para trasmitirle fuerzas a mi mamá desde donde estaba.
De repente, el aire cambió. El silencio que siguió a los gritos de esfuerzo se rompió con el llanto agudo de mi hermanito. Solté la lana y corría abrazar a mi papá. Nos largamos a llorar los dos, pero esta vez de felicidad. El alivio era tan grande que no podíamos decir ni una palabra, solo quedaba ese abrazo, con el llanto de fondo.
Desde adentro, la voz de la matrona se escuchó clara y fuerte:
—Dominga, felicitaciones, tal como la luna había anunciado: es un varoncito.
En ese momento, toda la tensión acumulada se desmoronó, dejando lugar solo a la alegría más pura, esa que te invade y no podés contener.
Al rato, la matrona salió de la habitación con unos trapos que había usado durante el parto. Los sostenía con una mano, mientras con la otra abría la puerta con cuidado. Se acercó a mi papá, que se había vuelto a sentar en la mesa, ahora un poco más erguido, aunque todavía con los nervios a cuestas.
—Ponga esto para lavar, Don Pascual —dijo, entregándole los trapos manchados. Mi papá los agarró sin decir nada, todavía con la mirada algo perdida. Apenas papá se puso de pie, la matrona añadió:
—Ahora voy a sacar los baldes con agua. Su mujer ya está higienizada. Así que pueden pasar.
La noticia me recorrió el cuerpo, trayéndome alivio. Sin perder un segundo, me dirigí a la puerta del cuarto, entré con paso lento y calmado.
Al cruzar el umbral, lo primero que vi fue a mi mamá recostada en la cama, su cara marcada por una fatiga indescriptible. El esfuerzo del parto la había dejado pálida y sudorosa, pero, a pesar de todo, su expresión era serena, en paz. Sostenía al bebé contra su pecho, alimentándolo con delicadeza. Esa imagen, amiga imaginaria, nunca se me va a borrar de la memoria, como si el cansancio se mezclara con una recompensa imposible de describir.
Sentada al borde de la cama estaba Ninasisa. Tenía los ojos hinchados y el rostro compungido, claramente había llorado durante todo el proceso. Sus manos reposaban entrelazadas sobre su falda, y miraba al bebé con una mezcla de alivio y ternura.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no