—Entrada 8—
1
Mi boca estaba llena de agua.
Intentaba respirar y me ahogaba, todo estaba oscuro. Empecé a bracear, y pude sentir el agua fluir a mi alrededor. Moví las piernas para subir, abanicando los brazos, y finalmente llegué a la superficie.
Apenas saqué la cabeza, inhalé una bocanada de aire que parecía interminable. El agua estaba helada y me hacía doler todo el cuerpo. Me tomó varios segundos entender lo que pasaba. Estaba flotando en una masa de agua oscura que parecía no tener fin, con un oleaje suave que se extendía en todas direcciones.
Arriba, el cielo estaba despejado, ni una sola nube, y las estrellas brillaban fuerte alrededor de una luna creciente, cuya luz se reflejaba en el movimiento del agua.
Mientras braceaba, mi mano chocó con algo bajo el agua. Del susto quise apartarla, pero se enredó en lo que había rozado. Me sacudí varias veces para soltarme, pero no lo conseguí. Al final, saqué la mano por encima del agua y, con ella, levanté el cordel con el que me había enredado. Era negro, grueso, más ancho que los que uso para tejer.
Seguí moviendo las piernas para no hundirme, mientras desenredaba mi mano. Cuando al fin me solté, empecé a mirar la cuerda. Aunque estaba mojada, se veía de muy buena calidad. Y conocía el entramado de su confección.
Sin saber por qué, tal vez por la costumbre, la tomé y empecé a enrollarla en un ovillo, hasta que se tensó hacia atrás, hacia mis espaldas. Me di vuelta en el agua y vi que, todo el tiempo, había estado ahí el monte de cumbre nevada. Sí, amiga, te estoy contando lo que soñé anoche.
El agua había subido más, tanto que había tapado el camino de piedras que recorrí la última vez.
Decidí tirar de la cuerda. Era tan fuerte que no se cortaba. Así que, sin soltarla, la usé para acercarme a la orilla. Con cada tirón, la cuerda resistía sin romperse, parecía estar ahí para ayudarme a salir.
Cuando por fin pude hacer pie cerca de la orilla, seguí caminando con el hilo en la mano hasta que estuve completamente fuera del agua. Exhausta, me dejé caer al suelo, boca arriba, mirando las estrellas.
La luna, con sus picos como los cuernos de un toro, se alzaba sobre mí, recordándome su significado más antiguo: la feminidad en forma de diosa.
Hace algunos años conocí a Silvana. Ella me enseñó gran parte de lo que sé ahora: historia, filosofía, mitología. Aprendí que el primer dios de la humanidad fue la mujer. Diversos hallazgos arqueológicos lo demuestran: figuras de arcilla de mujeres embarazadas y obesas, pruebas irrefutables de que la mujer fue el primer objeto de adoración del ser humano. La diosa madre, la diosa de la fertilidad.
Y el segundo dios, o mejor dicho, diosa, que tuvo la humanidad fue el toro. Aunque es un macho, en la antigüedad primitiva lo asociaban directamente con la feminidad, y sus cuernos representaban las fases crecientes de la luna. Por eso el toro fue mi tótem, el símbolo del fin de una era y el comienzo de otra: una diosa Maddre primigenia, y una diosa con cuernos que la reemplazaría.
Pero no me quiero ir por las ramas, volvamos al sueño.
Logré incorporarme y, una vez de pie, vi que el terreno de la montaña era rocoso, y el hilo que me ayudó a salir del agua seguía camino arriba.
Cada tanto, lo agarraba de nuevo y tiraba para ver si encontraba el final, pero cada vez que lo hacia se perdía más hacia adelante. Siguiéndolo, llegué a una zona que ya no era de piedras, sino una llanura cubierta de césped suave. Ahí me di cuenta de que estaba descalza.
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Las Ruinas Invisibles
Science FictionLos que leen esta historia son mejores que los que no