1.12 «Tardes frías»

337 13 7
                                    

Una gota más se sumó a la inmensurable cantidad de agua que chocaba tan abruptamente contra la ventana en lugar de la acera. Y al viajar por el cristal, formaba surcos parecidos a pequeñísimos ríos que desembocaban tristemente en el muro. Era como escuchar millones de tambores siendo golpeados con un ritmo dudoso y apreciable a la vez.

Las nubes parecían no tener final. Amanecía y ya cubrían delicadamente cada pequeño espacio del cielo, tranquila y perezosamente, no dejando pasar los rayos del sol sólo por capricho, dándole a las tardes un aspecto gris y ligeramente apagado. Además, eran ellas la causa de la lluvia que caía.

Noviembre había llegado finalmente, y con él, el clima cambió de una manera que no podía ser pasada por alto: ahora, el día entero poseía un aroma que mezclaba la melancolía con el olor a abrigos que eran sacados del armario después de las temporadas más cálidas; las gotas de lluvia eran ya una constante que nadie podía detener, y la temperatura descendía de manera agradable, lo suficiente para que Jonathan pudiera usar los beanies que le había comentado adorar.

Ángel respiró profundamente el aire que acariciaba con tanta delicadeza su cara. Podía jurar que cada mes tenía cierto aroma, una mezcla de esencias características que pasaban desapercibidos para la mayoría de personas. Así, él juraba que febrero tenía un suave perfume a caramelos y papel decorativo; mayo estaba repleto de flores, almendras y frutos rojos; julio olía a pasto recién cortado y a tierra mojada; y noviembre poseía pequeños frascos de aire frío corriendo traviesamente acompañado de postres recién hechos.

Los días eclipsaban con mayor rapidez, dándole paso a una oscuridad más duradera, de pronta llegada e indefinida partida.

Sumado a diciembre, que deleitaba al olfato con café y carne cocinándose, daban como resultado su época favorita del año. Esperaba diez meses para poder usar sweaters viejos que su padre dejó en casa. Para volver a sentir sus brazos cubriéndolo como lo hacían cuando pequeño, protegiéndolo del frío y recordándole el amor que le tuvo.

Mirando hacia la calle, se vio sumergido en sus pensamientos una vez más. Amaba la lluvia, pero los recuerdos asaltaban su mente, entrando sin autorización alguna, obligándolo a sentir mil y una emociones.

No todo en la vida es blanco y negro; sino, mejor dicho, una extraña e inmensa gama de grises que tiñe todo a tu alrededor.

Ángel sentía de esa manera sus recuerdos: no podía simplemente sentirse feliz. O triste. Quizá celoso. No por separado. Todo lo contrario: podía ver su reflejo en el cristal y sentía tristeza y felicidad con toques de emoción y decepción al ver en lo que se ha convertido.
Sentía que el orgullo y el enojo se combinaban para hacerle sentir frustrado de no poder regresar el tiempo y aprovecharlo mejor.
Sentía intranquilidad y ansiedad por saber que no podía dejar ir las cosas ya.

Sin duda, estos días eran los favoritos para Ángel.

Pero aún así, seguían doliendo mucho.

Jonathan caminaba tranquilamente por la acera, con sus manos escondidas en los bolsillos de su gruesa chamarra. A pesar de compartir el gusto por el frío con Ángel, no lo soportaba tan fácilmente. Y si ignoraba las constantes burlas de Mariana, las capas de ropa que siempre llevaba encima realmente pasaban desapercibidas.

Lamentablemente, su rompe-vientos favorita tenía pequeños relieves que, según su amiga, lo hacían ver como la mascota de una marca reconocida de llantas. Michelín, si no mal recuerda. Una cosa con forma casi humana hecha completamente de neumáticos blancos. Nada lindo.

La ahora brisa ligera que descendía sobre él empezaba a humedecer su cabello, gotas suspendidas en cada fibra, como las que descansaban en las telarañas tejidas durante una noche calma. Y se rehusaba a agitar su cabello, pues sabía a la perfección que si lo hacía, sólo se empaparía más de lo necesario.

En tus BrazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora