Capítulo 33: ¿Dónde estás?

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El incesante murmullo de la gente no me deja pensar o tal vez es el constante repiqueteo de los vasos al ser alzados y golpeados los unos contra los otros al grito de «un brindis». No estoy segura. Tal vez poco tiene que ver con la ruidosa música que ponen a estas horas de la noche en el bar de Janice y mucho que ver con la ingente cantidad de sucesos, en su mayoría adversos, que han ocurrido en estos últimos meses.

Con la mirada perdida en el fondo de mi copa repaso todo lo ocurrido desde el comienzo del curso. Como de costumbre, lo negativo es lo primero que me viene a la cabeza. Las peleas, las mentiras, acabar en el hospital, el derrumbamiento del orfanato y ahora lo de Balby.

Balby.

Cuando pienso en ella, en mi prácticamente hermanita pequeña, se me parte el alma solo de imaginármela saliendo por la puerta del orfanato para no verla más. La imagen de sus grandes ojos y su sonrisa traviesa se me aparecen fugazmente, cierro los ojos y trato de mantenerla ahí, en mi cabeza, el mayor tiempo posible. Uno, dos, tres segundos. Eso es lo que tarda desvanecerse antes de dar paso a la imagen de Félix.

«Han adoptado a Balby».

Agarro la copa y le doy un largo sorbo. El amargo sabor del alcohol deja un reguero de calor a su paso. Que asco.

«Han adoptado a Balby»

Abro mi pequeño bolso, que descansa en una silla a mi lado, y saco la cajetilla de cigarrillos que yo misma coloque allí hace un par de horas. Son los cigarrillos de Henry. Los que metí por error en mi mochila la vez que estuve en su casa viendo una película.

Doy vueltas a la cajetilla entre las manos. Los miro con tanto odio como deseo.

Sé que no debería haberlos guardado pero en mi defensa diré que no los había visto hasta hace unas horas, antes de que Félix soltara la bomba, y había decidido tirarlos a la basura en cuanto pudiera. No me atrevía a tirarlos en mi papelera por miedo a que Félix o alguno de mis amigos lo viese y me echase la bronca por haber vuelto a fumar. Cosa que no es cierta. O eso espero.

Dejo caer la caja y doy otro sorbo a mi bebida. Puaj, no llevo ni media y ya la quiero tirar. Sin embargo, me la quedo. Hay algo en el reguero de calor que deja en mi garganta que me reconforta. Además, Janice ha tenido la amabilidad de dármela a escondidas antes de marcharse con su nueva novia así que no sería muy cortés por mi parte deshacerme de ella.

—Hola, guapa ¿estás sola?

El alcohol no es nada comparado con el rechazo que me causan los tíos que se me han acercado en la última media hora. Al menos este parece más cercano a mi edad que los otros tres que le han precedido. Lleva un piercing en la nariz y una camiseta sin mangas que debe haber vivido tiempos mejores. Al igual que con sus antecesores, le dedico una leve sonrisa.

—Que va, estoy esperando a mi novio.

Lo sé, ni tengo novio, ni a nadie a quien esté esperando pero, oye, parece que funciona la excusa porque nunca vuelven a insistir y eso me alivia. No he venido a ligar, es lo último que me apetecería. He venido porque necesitaba salir del orfanato y porque a veces soy un cliché con patas y no hay ningún sitio que me pareciese mejor para lamerme las heridas que un bar. Mira que he tratado de sentarme en la mesa más apartada pero sigue sin haber sido muy buena idea. Los hombres tienen la tediosa costumbre de acercarse continuamente a una mujer cuando está sola en un bar.

El chico asiente, suelta algún comentario que ni me esfuerzo en escuchar y se pierde entre el gentío. Vuelvo a agarrar la caja y saco un cigarrillo. Muevo el pequeño canutillo entre mis dedos. Imagino como sería tenerlo entre mis labios y el deseo estalla. Uno, dos, tres segundos. Luego recuerdo la ansiedad, el dolor y el miedo en los ojos de mis seres queridos. Guardo el cigarro en la caja y la meto en el bolso. Es la tercera vez que lo hago. Es como un ritual.

DONDE FUIMOS FELICESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora