Capítulo 40

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Christian Kennedy.

¡Jodida mierda!

No hay otra manera de describir la situación en la que estamos ahora, sobre todo al ver el odio con el que me mira Abel antes de cerrar la puerta de un solo golpe.

—¡Oh, Dios! —susurra Emma alejándose—. Me odia, me odia.

—No te odia —le digo, mientras la veo vestirse.

—Por supuesto que me odia ¿no ves cómo nos miró?

—Me miró a mí de ese modo, no a ti. —Termino de vestirme, mientras Emma lo hace entre lágrimas—. Emma...

—¿Cuándo llegó? ¿Por qué no me avisó? No me habría arriesgado tanto de saberlo en casa. —Cubre su rostro con sus manos mientras solloza—. Esta no era la manera en que quería que se enterara.

—Obviamente no es la mejor manera, pero, Emma. —Me acerco a ella y sostengo su rostro entre mis manos—. Pasó, y creo que lo correcto es ir a hablar con él ¿de acuerdo?

—No sé si tenga cara para mirarlo, Christian, no después de lo que vio. —Se aleja de mí y con el uniforme a medio poner sale de la habitación con prisa.

Salgo detrás de ella, siguiéndola de cerca, con el corazón en la boca al ver cómo trastabilla al bajar por las escaleras con tanta velocidad.

—Emma, con calma —pido, aunque en vano.

Ella hace caso omiso a mi petición y termina de llegar a la cocina, donde al entrar Abel se encuentra fuera de sí, con una angustiada Augusta intentando calmarlo. En cuanto Emma lo llama posa sus ojos en ella, lleno de decepción en su mirar, pero es a mí a quien va dirigido todo su oído.

—Papá, por favor, déjame explicarte...

—¡¿Explicar qué, Emma?! —grita encolerizado—. ¡¿Que no solo no hiciste lo que te ordené, sino que también tuviste que llevarlo al extremo en que lo hiciste?! —Ella brinca, asustada ante el reclamo de su padre. De inmediato la alcanzo y la atraigo hacia mi cuerpo, haciendo que Abel me mire y me señale—. ¿Y usted qué se cree? ¿Que por ser el hijo de mi jefe podía hacer lo que quisiera con mi hija? ¿Que podía jugar con ella solo por no tener el mismo dinero que usted?

—Yo no he jugado con Emma, Abel. Estoy enamorado de tu hija, estoy con ella porque la amo.

—No me haga reír —escupe y vuelve a centrar su mirar en ella—. ¿De verdad fuiste tan ingenua para creer tal estupidez, Emma?

—Abel, cálmate —pide Augusta.

—¡No me calmo! ¡No puedo calmarme cuando Emma decidió mentirme, engañarme del modo en que lo ha hecho! Y todo por creer en mentiritas e ilusiones baratas.

—Ni mentiras ni ilusiones —siseo, molesto—. Todo lo que le he dicho a Emma es verdad.

—No soy iluso, a diferencia de mi hija.

—¡No! ¡Solo es un hombre con el pensamiento tan corto que Emma tuvo que mentirle sobre lo nuestro porque usted es incapaz de ver lo maravillosa que ella es solo por existir! —grito esta vez—. Si dejaras de pensar con ese rencor, de forma tan denigrante hacia ustedes mismos, te darías cuenta de que lo que menos nos interesa es la posición social en la que nos encontramos.

—Claro, porque usted tiene la vida resuelta. Es muy agradable hablar así cuando no se tiene problemas en esta vida, aprovechándose de la inmadurez y estupidez de mi hija.

—Y es muy desagradable para mí escuchar la forma en que te refieres a la mujer que amo, que podrá ser hija tuya, pero no para de derramar lágrimas de dolor por todo lo que le estás diciendo, y eso es algo que ya no me da la gana de consentir.

Solo un postreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora