Capítulo 29

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No podía controlarme. Tampoco quería hacerlo. La furia me consumía, cegándome a todo lo demás. El muy bastardo quería destruirme, y no me quedaría quieto esperando que lo hiciera. De ninguna manera. Si alguien iba a caer, ese no sería yo.

Me lancé hacia la oficina de Sienna como un toro embravecido. No esperé a que su secretaria me anunciara. Ni siquiera toqué la puerta. Entré, rompiendo la calma artificial de su despacho.

Ella levantó la vista de su escritorio, sorprendida. Apenas tuvo tiempo para procesar mi presencia antes de que explotara.

— Beaumont lo sabe todo —solté, sin preámbulo, sin suavizar las palabras. Estaba tan fuera de mí que ni siquiera podía moderar mi tono— me está jodiendo para hacerme explotar, y va a conseguirlo.

Caminé hacia su escritorio y apoyé las manos en la superficie con fuerza, inclinándome sobre ella como si pudiera aplastarla sólo con mi mirada.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, poniéndose de pie.

Su rostro se puso tenso. Sus ojos oscilaban entre la sorpresa y el temor.

— Me lo dijo él mismo. No tiene pruebas, pero seguro lo hará. Me lo dejó claro. Ese cabrón va a decírselo a John, y tu marido va a matarme cuando se entere —mis palabras eran puro veneno.

Podía sentir cómo la rabia me quemaba por dentro, como si una bestia adormecida se hubiera despertado. Fui un idiota al pensar que nadie jamás se enteraría. Sienna caminaba inquieta, sus movimientos reflejaban los nervios que intentaba disimular.

—Escucha, Julian, cálmate. Conozco a Beaumont. Es un viejo imbécil que ladra, pero no muerde —intentó sonar firme, pero su voz temblaba.

Ignoraba qué clase de acuerdo económico tenía ella con su marido, pero no había que ser un genio para darse cuenta que si había cuernos de por medio, no le daría un centavo. Ella sabía lo que esto significaba para ambos. Estábamos en la cuerda floja, sin una red debajo, a punto de caer.

— Me importa una mierda lo que sea Beaumont —gruñí, golpeando el escritorio con el puño cerrado—. Lo único que quiero es acabar con él. Quiero que desaparezca. Necesito que me des las pruebas de sus operaciones.

Ella parpadeó, sorprendida por la crudeza de mis palabras. Lo que pedía no era un favor. Era una orden. Algo en su expresión cambió, y por un segundo, pareció considerar sus opciones. Podía ver el cálculo en sus ojos, el modo en que intentaba buscar una salida.

—¿Las pruebas? —repitió, como si le costara creer lo que acababa de escuchar.

Apreté la mandíbula con fuerza. Demonios ¿En qué maldito idioma estaba yo hablando?

—Las pruebas, Sienna. Las que tienes sobre él. Me dijiste que lo habías estado vigilando. No me importa cómo las obtuviste, pero las quiero. Se las voy a hacer llegar a John de alguna manera. Ese viejo no tiene ni idea con quién se metió.

Hubo un silencio tenso, donde sólo se escuchaba mi respiración agitada. Sabía que estaba fuera de control, pero no me importaba. Todo lo que quería era destruir a ese malnacido antes de que me destruyera a mí.

Ella asintió lentamente, cruzándose de brazos mientras me miraba con cautela. Creo que nunca me había visto así, completamente fuera de control, decidido a hundir a cualquiera que se interpusiera en mi camino.

— Te las daré. Pero ten cuidado — su voz ahora sonaba más contenida— Estás en la mira. Si te mueves de manera sospechosa, sabrán que fuiste tú.

—No me importa —respondí, con una frialdad que me sorprendió hasta a mí— Sólo envíame los malditos documentos.

Di la vuelta bruscamente, sin esperar respuesta, y salí de su oficina con la misma furia con la que había entrado. Cada paso que daba se replicaba en mi cabeza como un eco de la rabia que me estaba carcomiendo por dentro. No había marcha atrás. Había cruzado una línea de la que no podría regresar. Pero no me importaba.

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