Nadie se da cuenta.

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Era domingo, el único día en que su madre no trabajaba, pero lo que debería haber sido una oportunidad para tener un respiro se había convertido en un desastre. La discusión entre sus padres, algo que últimamente parecía inevitable, había escalado hasta el punto en que Rose, por intentar defender a su madre, se llevó un golpe y un apretón doloroso en el brazo. No esperó ni un segundo más; apenas sintió el dolor agudo en su piel, salió corriendo de la casa, dejando atrás los gritos y las lágrimas.

El parque estaba cerca, y Rose llegó sin darse cuenta de cuánto había corrido. Se dejó caer sobre el pasto, abrazando sus piernas contra el pecho, tratando de ahogar los sollozos que luchaban por salir. Se sentía sola, atrapada en un torbellino emocional que no podía controlar.

Mientras sus pensamientos giraban en torno a lo que había sucedido, escuchó unas pisadas que se acercaban. Levantó la vista y, a unos metros, reconoció a Memo, quien caminaba con las manos en los bolsillos, relajado, después de haber estado charlando con Alex.

Memo la vio desde la distancia y frunció el ceño, notando que algo no estaba bien. Se acercó con su típica mezcla de curiosidad y calma, su expresión siempre medio despreocupada.

—¿Rose? ¿Qué onda? —preguntó, sentándose junto a ella sin invitarse, como si fuera lo más natural del mundo. Al ver sus ojos rojos de llorar, la preocupación en su rostro se hizo evidente. Rose intentó disimular, pero no tenía las fuerzas.

—Nada... todo está mal —respondió en un susurro, apretando los puños en la tela de sus pantalones. La respiración le temblaba, y evitaba mirarlo directamente.

Memo observó su brazo, el pequeño moretón apenas visible desde la distancia. Sus ojos se entrecerraron un poco, entendiendo más de lo que ella había dicho.

—No tienes que decirme todo —dijo suavemente, dándole un pequeño empujón amistoso en el hombro, como tratando de romper la tensión. Luego agregó con su habitual tono medio bromista—: Pero, la neta, parece que el día te está pateando más fuerte de lo normal.

Rose dejó escapar una pequeña risa entrecortada, agradeciendo en silencio que Memo no la bombardeara con preguntas.

—No tienes idea —murmuró, todavía con la voz temblorosa, pero sintiendo un poco menos el peso en su pecho.

Memo, siempre el que encontraba la manera de hacerle frente a las situaciones incómodas con humor, se quedó sentado junto a ella, en silencio, mirando las nubes. No había necesidad de decir más; simplemente estar ahí, a su lado, era suficiente.

El parque estaba tranquilo, apenas se escuchaban algunas voces lejanas de niños jugando y el viento moviendo las hojas de los árboles. Después de unos minutos, decidió romper el silencio, pero de la manera más ligera posible.

—¿Sabes? —dijo de repente, como si estuviera hablando solo—. Siempre he pensado que, cuando el mundo se pone horrible, a veces hay que hacer como que no te importa. Fingir que todo te resbala... aunque por dentro sientas que estás hecho un desastre.

Rose lo miró de reojo. A pesar de todo, se permitió un pequeño respiro, su cuerpo relajándose un poco ante las palabras de Memo.

—Sí, pero no siempre es tan fácil, ¿no? —murmuró, abrazándose más fuerte a sus piernas. Las lágrimas ya no salían, pero el dolor seguía latente en su pecho.

Memo asintió, encogiéndose de hombros como si reconociera esa verdad, pero sin perder su actitud despreocupada.

—No, pues claro que no. La neta, a veces es imposible —dijo, y luego se inclinó un poco hacia adelante, lanzando una pequeña ramita que había encontrado en el suelo—. Pero si no te aguantas tantito, el mundo te acaba aplastando.

Te estoy mirando (Nadie nos va a extrañar) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora