Capítulo 3: Conflictos

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Pasaron semanas desde aquella noche en la que Lyle, Erik y yo robamos en esas casas

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Pasaron semanas desde aquella noche en la que Lyle, Erik y yo robamos en esas casas. Los rumores en el vecindario no tardaron en expandirse y mi madre, incluso, me habló de eso. Recuerdo claramente cómo dijo que esos ladrones deberían ir a la cárcel y pudrirse allí. La simple posibilidad de que nos descubrieran me aterraba; no solo sería la decepción de mi madre, sino también el miedo real de terminar en la cárcel.

Pero, para nuestra suerte, el único testigo de esa noche fue la luna y nosotros. Traté de convencerme de que habíamos salido ilesos, que la aventura había quedado en el pasado, pero la inquietud permanecía. Ahora mismo estaba en la casa de mis chicos, Lyle y Erik, en su habitación. Trataba de relajarme mientras charlábamos, pero la sombra de lo que habíamos hecho se mantenía en mi mente, como una amenaza que no podía ignorar.

De repente, toda la tranquilidad se hizo añicos al escuchar un portazo en la puerta principal y el grito furioso de José Menéndez.

—¡ERIK! ¡LYLE! —su voz resonó por toda la casa, cargada de ira—. ¡BAJEN AHORA MISMO DE SU PUTA HABITACIÓN!

Lyle y Erik se miraron, tensos, sin saber qué estaba por venir. Me pidieron que me quedara en su habitación, que no saliera. Solo pude asentir, sintiendo mi propio miedo apoderarse de mí. Me quedé en silencio, expectante, escuchando cada palabra de la confrontación que estaba a punto de ocurrir.

—¿Qué pasó? —escuché la voz de Lyle, intentando mantener la calma.

—¿¡Qué pasó!? —José escupió con hostilidad—. ¿Acaso no saben que están en problemas? ¡ROBARON CASAS, HIJOS DE PUTA! ¡Vaya manera de arruinarme, malditos idiotas!

Sentí que el corazón se me hundía al escuchar la forma en que les gritaba. La adrenalina que había sentido aquella noche del robo se desvaneció completamente, dejándome solo con el miedo y el peso de las consecuencias.

—No fuimos nosotros, papá —dijo Erik, tratando de defenderse—. Solo hicimos algo estúpido...

—¿¡Algo estúpido!? —replicó José, más furioso aún—. ¡Eso no es algo estúpido, es criminal! ¡No puedo creer que fui yo quien crió un par de idiotas como ustedes!

Aunque la bronca no era conmigo, el temor que sentía era palpable. Sabía que José podía ser brutal cuando se enojaba, y la posibilidad de que los golpeara me aterrorizaba.

—Lo siento, papá. No debió pasar —respondió Lyle con voz débil.

—¡Un "lo siento" no me va a devolver la reputación que ustedes acaban de ARRUINARME! —siguió gritando José, su tono exasperado y cargado de desprecio—. No merecen nada de mí. ¡Nada! Ni siquiera estar en el testamento.

—No puedes hacer eso —contestó Erik, la voz apenas contenida—. Somos tus hijos.

—¡No me importa! —respondió José con una frialdad cortante—. La gente de afuera habla, ¡son una vergüenza! Y ¿saben qué? Nos mudaremos a Beverly Hills, y ahí aprenderán a comportarse como gente decente. Y si quieren seguir en esta familia, se comportarán como debe ser.

Escuché el portazo que anunció su partida, dejándonos un silencio tenso y pesado. No me atreví a bajar; seguí en la habitación, con el pecho apretado. Mis chicos se irían, me dejarían sola. Ese pensamiento se convirtió en un dolor palpable, una especie de pérdida anticipada. Sabía que no había nada que ellos pudieran hacer ante la orden de su padre.

Escuché los pasos de Erik y Lyle subir las escaleras. Cuando abrieron la puerta, sus rostros reflejaban el impacto de las palabras de José. Me levanté y, sin decir nada, los abracé, como si al hacerlo pudiera detener lo inevitable.

—¿Escuchaste todo, verdad? —preguntó Lyle, su voz temblorosa. Me aparté para mirarlos, y la tristeza en sus ojos era un espejo de la mía.

—Sí —fue lo único que pude responder, sintiendo un nudo en la garganta. Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos—. Probablemente no los vuelva a ver en mucho tiempo.

Ellos no dijeron nada al principio, solo me abrazaron, conscientes de la incertidumbre que ahora nos envolvía. Sabíamos que, una vez que se fueran, todo cambiaría.

—Podemos venir a verte siempre que quieras, Lía —susurró Erik en un intento de consolarme, aunque él mismo parecía roto por la situación.

—No llores, pequeña —murmuró Lyle, limpiando las lágrimas de mi rostro—. Lo último que queremos es esto. No queremos irnos ni verte así. Acuérdate de que nada ni nadie nos va a separar, ni la distancia, ni nada.

—Exacto, Lía —agregó Erik—. Nada va a romper nuestra amistad. Eres nuestra chica, y nosotros, tus chicos. Eso nunca va a cambiar. Lo prometemos.

Me envolvieron una vez más en sus brazos, tratando de hacerme sentir segura, pero en el fondo sabíamos que todo era frágil. Aquellas palabras reconfortaban, pero una parte de mí entendía que, cuando se marcharan, nada volvería a ser igual. Las promesas que hicimos esa noche parecían sólidas, pero también sabía que, con el tiempo y la distancia, hasta las palabras más hermosas se desvanecen.

Triángulo Silencioso Donde viven las historias. Descúbrelo ahora