Narrador omniscienteLía se sentó en el borde de su cama, observando cómo el sol se hundía en el horizonte, dejando tras de sí un cielo teñido de tonos cálidos y nostálgicos. Una ligera brisa agitaba las cortinas, pero su mente estaba lejos de allí. Volaba de regreso a su infancia, a esos primeros días que parecían tan lejanos y a la vez tan vivos. Con tan solo seis años, había dejado atrás el único hogar que conocía y se había mudado al vecindario de los Menéndez. Ese cambio fue una aventura inmensa para una niña tan pequeña, y aún recordaba la sensación de extrañeza al caminar entre las nuevas calles, de la mano de su madre, intentando hacer de aquel nuevo lugar su hogar.
Fue durante uno de esos paseos que vio por primera vez a los hermanos Menéndez. Al pasar junto a la casa de al lado, su mirada se detuvo en dos niños que practicaban tenis en el jardín. Lyle, lleno de energía, corría de un lado a otro de la cancha improvisada, mientras Erik, más serio y concentrado, devolvía cada golpe con precisión, evaluando cada movimiento. De repente, en medio de la partida, Erik se quedó inmóvil, distraído, y Lyle aprovechó el descuido de su hermano para lanzar un golpe ganador.
—¡Te gané! —gritó Lyle, exultante, su voz cargada de entusiasmo y una pizca de burla.
Lyle esperaba una reacción de su hermano, tal vez algún contraataque verbal o una excusa sobre el error que lo llevó a perder, pero Erik simplemente guardó silencio. Su atención se había desviado hacia algo detrás de Lyle. Intrigado, Lyle se giró y encontró el motivo de la distracción de su hermano: una pequeña niña de cabello castaño, de grandes ojos verdosos, que los observaba con una mezcla de curiosidad y timidez desde el borde del jardín.
Sin dudarlo, Lyle la saludó, dejando caer su raqueta y acercándose con una sonrisa amigable y confiada.
—¡Hola! —gritó con entusiasmo, haciendo que Lía diera un pequeño brinco por la sorpresa—. ¿Quieres jugar con nosotros?
Lía dudó un instante, intimidada por la invitación tan espontánea de aquel niño de sonrisa radiante, pero la calidez en sus ojos hizo que rápidamente asintiera. Aquel sencillo "sí" se convertiría en la semilla de una amistad que sería, con el tiempo, mucho más que un juego compartido.
A lo largo de esos primeros años, Lía fue encontrando en los Menéndez algo más que simples compañeros de juegos. Las tardes de risas y juegos se volvieron rutinarias; su presencia en la casa de al lado era casi una certeza diaria. La madre de los chicos, Kitty, siempre estaba cerca, observándolos con una cálida sonrisa, aunque había algo en su expresión, una tristeza apenas disimulada, que Lía no lograba comprender en ese entonces. Kitty la acogía como si fuera parte de la familia, invitándola a quedarse a cenar en innumerables ocasiones, aunque siempre manteniendo cierta distancia, una barrera invisible que, aunque amable, le recordaba a Lía que aquella no era realmente su casa.
—Siempre que quieras, puedes venir a jugar —le decía Kitty cada vez que Lía se despedía, sus palabras llenas de una generosidad reservada que con los años Lía entendería mejor.
En esas cenas, Lía se sentía parte de una familia que, aunque no era la suya, le ofrecía una calidez diferente. Sin embargo, esa calidez solía desaparecer cuando la presencia de José Menéndez llenaba la casa. José era un hombre serio, de carácter rígido, y su sola entrada a la habitación imponía un silencio pesado, casi asfixiante. Cada vez que José aparecía, Lía sentía que el ambiente cambiaba, como si toda la alegría que llenaba la casa se disipara en un instante. La familia, que a menudo reía y bromeaba, se volvía silenciosa, sus rostros se tensaban, y una expectativa incómoda flotaba en el aire.
Esa dualidad en la casa de los Menéndez siempre la dejó intrigada. A medida que los años pasaban, fue comprendiendo que Lyle y Erik también sentían el peso de las expectativas y del carácter severo de su padre. Esa fue quizás la razón por la que su amistad se convirtió en algo tan profundo: juntos encontraron un refugio de la presión que cada uno cargaba en su propia casa.
Lía recordaba con cariño aquellas tardes jugando tenis o nadando en la piscina con los hermanos, cada risa y cada broma que compartieron. Esos momentos se volvieron los pilares de su amistad, recuerdos que atesoraba y que, sin saberlo entonces, marcarían profundamente su vida.
Un sonido en la puerta de su casa la devolvió al presente. Lía se levantó de un salto y se arregló un poco, segura de que sabía quién la esperaba del otro lado. Bajó las escaleras rápidamente y abrió la puerta para encontrarse con la sonrisa radiante de Lyle, que la miraba con una raqueta en la mano.
—¡Hola, Lía! —exclamó, levantando la raqueta con entusiasmo—. Erik y yo estábamos practicando tenis y pensamos en ti. ¿Quieres unirte?
El calor en sus mejillas fue inmediato, y la sonrisa que se formó en su rostro dejó ver toda la emoción que sentía. Hacía semanas que no jugaban juntos, y la idea de compartir otra tarde con ellos le llenaba de alegría.
—¡Sí, claro que sí! —respondió sin dudar—. Dame un segundo para cambiarme.
Subió a su habitación, se puso ropa cómoda y agarró su raqueta antes de regresar con rapidez.
—¡Listo! —dijo al encontrarse con Lyle nuevamente.
Mientras caminaban hacia la casa de los Menéndez, Lía no pudo evitar reflexionar sobre lo que significaban Lyle y Erik para ella. Eran más que amigos; con ellos compartía un vínculo profundo, un refugio en medio del caos de la vida cotidiana. Al llegar, se dirigieron al jardín donde Erik ya estaba calentando, preparado para comenzar.
—Lía —dijo Erik, al verla, su voz cargada de una calidez que hacía mucho no sentía—. Te extrañamos. Hace mucho que no venías.
Lía sonrió y, queriendo aliviar la intensidad del momento, respondió con una broma:
—No podía dejar que ustedes dos se divirtieran sin mí, no otra vez.
La primera partida fue entre Lía y Lyle, seguida de un duelo entre ella y Erik. La tarde transcurrió entre risas y bromas, y en algún momento, tras una ronda de burlas de Lía por haber ganado, los hermanos decidieron "vengarse": con una sonrisa traviesa, Lyle y Erik la levantaron en el aire y la lanzaron directo a la piscina, arrancando de ella un grito de sorpresa y más risas que se mezclaron con las de los chicos.
La noche los sorprendió finalmente, y Lía supo que era hora de despedirse. Se secó y regresó a su casa, con el corazón lleno de gratitud y una profunda paz. Al acostarse, dejó que sus pensamientos vagaran nuevamente hacia la conexión especial que tenía con los hermanos. Sabía que lo que tenían era único, y que, aunque el futuro era incierto, siempre encontraría en ellos un refugio, un espacio seguro en el que, sin importar las tormentas, estarían juntos.
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Triángulo Silencioso
RomanceEs una historia centrada en una joven que ha sido amiga de los hermanos Menéndez desde la infancia. Es una amistad intensa y especial, llena de complicidad y secretos que solo ellos conocen. Los tres han crecido juntos en un ambiente de lujos y ex...