Capítulo 13: Cumpleaños

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Joseph Lyle Menéndez:

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Joseph Lyle Menéndez:

Hoy era el día.
Hoy cumplía años Lía.
Y Para ser específicos cumplía 19 años.

El día empezó con el sol filtrándose suavemente a través de las cortinas, tiñendo la habitación de un dorado cálido.

Erik y yo estábamos listos.
Habíamos preparado un bizcocho que llevábamos entre las manos mientras poco a poco nos íbamos acercando al cuarto donde Lía dormía.

Al abrir la puerta, cada paso que dábamos hacia su cama era como una promesa silenciosa de que haríamos todo lo posible para que su cumpleaños fuera perfecto. La anticipación palpitaba en el aire.

Suspiré, tratando de calmar mi emoción, pero el simple hecho de estar a punto de verla sonreír de esa manera que solo ella podía hacer, me ponía el corazón a mil por hora.

Comenzamos a cantar Feliz cumpleaños en un susurro armonioso, nuestras voces llenando el espacio que compartíamos, el sonido suavemente imbuido con nuestra intención de amor y afecto.

Lía, aún medio dormida, se giró en su cama, mirando confusa, sus ojos entrecerrados con ese aire adorable de sorpresa que siempre me derretía. Parecía que el mundo se detenía un segundo cada vez que sus ojos se encontraban con los míos. Su expresión cambió de desconcierto a algo más cálido, más suave: la sonrisa que emergió en su rostro fue todo lo que necesitábamos para saber que todo el esfuerzo había valido la pena.

Lía no necesitó más que eso para brillar. Al instante, se levantó y, sin pensarlo, se lanzó hacia nosotros. Nos abrazó con fuerza, envolviéndonos con su calidez, como si tratara de capturar todo lo que estaba sintiendo en ese momento. Era tan suave, tan real, tan llena de amor. Podía sentir la suavidad de su piel, el aroma de su cabello, como un abrazo más profundo que cualquier palabra pudiera ofrecer.

—Gracias... gracias por todo esto —dijo, y su voz, llena de gratitud y emoción, se coló en mi pecho como un suspiro de alivio.

Cada palabra era un recordatorio de lo especial que era este momento, de lo importante que era para nosotros hacerla sentir amada. No había nada más que deseara en ese instante que verla feliz, ver cómo brillaba con esa sonrisa pura que solo ella sabía dar. Yo era la prueba viva de que, en esos momentos, el amor no necesitaba ser demostrado con gestos grandiosos. Bastaba con estar allí, junto a ella.

Nos apartamos suavemente, y aunque la noche había sido larga y la mañana aún joven, sabíamos que el día de Lía tenía que ser perfecto.

—Te esperamos abajo para el desayuno —le dijimos al unísono.

Lía asintió con una sonrisa encantadora, su rostro todavía iluminado por esa chispa de alegría que nos hacía sentir como si fuéramos los seres más afortunados del mundo.

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