Capítulo 24: Abogado

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Beverly Hills - 9 de septiembre de 1989
11:55pm


Joseph Lyle Menendez




Llegué a casa mucho más tarde de lo que debería. Casi medianoche. El día había sido eterno, agotador en todos los sentidos. Primero, lidiar con los problemas de personal en Mr. Buffalo, asegurándome de contratar a más empleados para mantener el lugar funcionando. Luego, la visita al cementerio. Sabía que Erik ya había ido, pero algo en mí me decía que también debía hacerlo. No podía ignorarlo, no después de todo lo que habíamos pasado. Necesitaba ese momento a solas, aunque doliera.

Apagué el motor del auto y me quedé sentado en la oscuridad unos segundos. Miré la casa frente a mí, iluminada solo por la tenue luz de la luna. Por fuera, todo parecía normal, pero por dentro... nada lo era. Respiré hondo, como si eso pudiera aliviar el peso en mi pecho, y finalmente salí del auto. El aire fresco me golpeó, pero no me detuve. Cerré la puerta del auto con cuidado, metí las llaves en el bolsillo y caminé hacia la entrada.

El interior estaba silencioso, las luces apagadas, y solo el leve crujido de la madera bajo mis pasos rompía el silencio. Había algo inquietante en regresar a una casa tan tranquila, especialmente después de lo que habíamos vivido aquí. Pero ya estaba acostumbrado. El silencio y la oscuridad se habían convertido en parte de nuestra rutina.

Cuando pasé por la sala, noté algo inesperado: la televisión seguía encendida, proyectando un suave resplandor azul. Mis ojos tardaron un segundo en adaptarse, pero allí estaban ellos, Erik y Lía, dormidos en el sofá. Ella estaba recostada sobre su hombro, y él tenía un brazo alrededor de ella. Los dos parecían ajenos al mundo, completamente en paz.

Me detuve en seco, observándolos desde la entrada. Era extraño ver a Erik tan relajado, sin esa tensión constante que cargaba desde hacía tanto tiempo. Y Lía... bueno, ella siempre había tenido esa habilidad de calmarlo, de sacarlo de sus pensamientos más oscuros. Verlos así me arrancó una pequeña sonrisa, casi sin darme cuenta. Había algo reconfortante en esa escena, algo que, por un momento, hizo que todo pareciera menos complicado.

Pensé en acercarme para despertarlos, apagar la televisión y decirles que se fueran a sus habitaciones, pero algo me detuvo. No quise romper el momento. Ellos necesitaban esa paz tanto como yo. Así que me di la vuelta y subí a mi habitación, dejando la sala en la penumbra, con ellos acurrucados en el sofá.

Una vez en mi cuarto, me quité los zapatos y fui directo a la ducha. El agua caliente era justo lo que necesitaba para borrar el peso del día. Mientras el agua corría por mi rostro, mis pensamientos volvieron al tema que más me preocupaba: mañana. El abogado de papá nos había citado para hablar sobre la herencia. Solo de pensarlo, un nudo se formaba en mi estómago. No tenía idea de cómo manejaríamos eso. Todo lo relacionado con papá todavía era un tema delicado, una herida abierta.

Triángulo Silencioso Donde viven las historias. Descúbrelo ahora