La invitación

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—¡Leonor! —gritó Isabel, corriendo hacia su hermana pequeña—. ¡Tienes que ver esto!

Leonor, la pequeña de las Mendoza, se encontraba en el jardín trasero de su casa, como todas las tardes, practicando con el arco. Su padre, Don Rodrigo, hubiese preferido que dedicase su tiempo a otros quehaceres más propios de su apellido, como acompañar a su hermana recibiendo visitas. Aunque casi todas eran de Rebeca, la amiga pelirroja de su hermana, la cual se pasaba horas y horas haciéndole compañía. 

Cualquier excusa era buena para no tener que aguantar como ambas despellejaban a la mitad de la corte.

Normalmente, a aquellas horas no tenía distracciones. Pero lo gritos de su hermana mayor la desconcentraron  hasta el punto de que la flecha salió disparada sola, clavándose justo en el centro de la diana.

Leonor bajó el arco y miró a su hermana con resignación.

—Guau, no sabía que eras tan buena.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Leonor. Algo que entusiasmase tanto a su hermana mayor no podía ser de su agrado. 

Isabel, sin aliento, le entregó un sobre lacrado con el escudo de los De la Vega, la familia real de Lazonia. Leonor lo miró escéptica.

—¿Una invitación?—indagó Leonor, cargando otra flecha en el arco e ignorando a su hermana mayor.

—Para escoger a los candidatos que podrán participar en "La Competición". Como sabes, Fernando, el hijo menor de las Dos Reinas, al igual que tú, cumple 21 años en unas semanas. Tiene que presentar a su prometida a la Corte antes de eso.

Una invitación a un baile en el palacio real. Para cortejar a Fernando de la Vega. La ironía de la situación hizo que una sonrisa asomase entre sus labios.

—Venga ya, Isabel. No me digas que lo que quieres es competir por la mano de Fernando. ¡Si siempre te estás burlando de él y de sus excentricidades con Rebeca! ¿No es el hijo de las Reinas que va siempre con una máscara?

—¡No seas así! —insistió Isabel —. Sabes bien que nuestra casa es menos influyente que otras. La oportunidad de unir lazos con la Familia Real es algo que no podemos rechazar.

Leonor resopló y se encaminó a recoger las flechas. Siempre había sido la pragmática, al contrario que Isabel, que era la eterna romántica. Para su desgracia, cuando volvió, su hermana seguía ahí. Aunque su rostro se volvió más serio.

 —Siempre has querido una aventura, ¿no? Vivir libre de las exigencias de papá. Si vamos a palacio nos libraremos de él por un tiempo. 

 La pequeña de las Mendoza se resignó. Cuando algo se le metía en la cabeza a Isabel podía ser...persistente.

—Está bien, iré contigo —dijo la pequeña de las Mendoza, finalmente.—Pero no esperes que me entusiasme con la idea de competir por la mano de nadie.

Isabel sonrió, satisfecha.

—¡Será divertido, ya verás! —dijo, abrazando a Leonor.—Y quién sabe, tal vez encuentres algo que te sorprenda.

(...)

Leonor dudaba que algo como aquello pudiera sorprenderla. Y la duda persistía cuando entraron por la puerta principal del palacio real de Lazonia, vestidas con sus mejores galas. 

Isabel estaba radiante, con sus ojos verdes brillando con la promesa de una noche mágica y el exquisito vestido de seda verde que se había confeccionado para la ocasión. Era un vestido atrevido, que dejaba ver sus hombros y realzaba sus generosos pechos. Se la veía realmente preciosa.

—No entiendo cómo puedes estar tan emocionada por algo tan superficial —suspiró. 

—Porque es una oportunidad para vivir algo diferente, para soñar —respondió Isabel, avanzando hacia el palacio.—Venga, hermanita. Es hora de hacer nuestra entrada triunfal.

La mayor de las Mendoza se adelantó. De momento, todo iba según lo previsto. Solo esperaba que Fernando no se echase para atrás. Rozó el frasco verde que le había dado su padre, oculto bajo su vestido. Un recordatorio de la necesidad de estar preparada para cualquier eventualidad. Llevarlo le hacía recordar que formaba parte de algo más grande. Algo que no podía compartir con su hermana.

Cuando se giró para mirarla, se dió cuenta de que se había quedado muy rezagada.

—Vamos, Leonor, no te quedes ahí parada.

Para tranquilidad de Isabel, Leonor la obedeció sin rechistar.

Al entrar al palacio, las hermanas Mendoza fueron recibidas por un vestíbulo amplio con techos altos, propio de la grandeza de la Casa de la Vega. Un hombre avejentado las saludó.

—Bienvenidas, damas. Soy el Senescal del Palacio Real de Lazonia—dijo, haciendo una reverencia exagerada—. ¿Puedo ayudarles con algo?

—Sí, por favor. Somos las hermanas Mendoza, hemos recibido una invitación de las Dos Reinas—respondió Isabel con su habitual gracia.

El hombre las miró fijamente antes de responder.

—¿No traen doncellas?—preguntó.

—No, preferimos viajar ligeras y ocuparnos nosotras mismas de nuestras cosas —contestó Isabel, con una sonrisa. 

A Leonor no se le escapó lo difícil que debía resultarle aquello. Fingir que eran tan pudientes como cualquier otra de las casas menores de Lazonia no era sencillo, y menos en situaciones como aquella. El senescal no hizo más preguntas.

—Perfecto entonces. Pueden pasar al salón de baile. Uno de los guardias llevará sus cosas a sus aposentos. Llegan un poco tarde, así que les sugiero que entren ya—y sin despedirse, hizo un gesto a uno de los guardias y las dejó solas.

Las hermanas avanzaron por el pequeño vestíbulo tras el cual una enorme arcada ojival daba paso al salón principal. Isabel se quedó impresionada. No era, ni de lejos, la primera vez que estaban allí. Pero no dejaba de sorprenderla lo vasto y majestuoso que era todo. Aunque lo más espectacular era el techo, completamente abierto a la noche que empezaba a asomar. A saber qué clase de magia conseguía mantenerlo en pie.

Leonor, por su parte, hizo un gesto de fastidio y buscó con la mirada un lugar discreto para poder odiar todo aquello en paz. Aunque tenía que esforzarse por disimular que no estaba impactada con todo aquello. Varios cientos de velas iluminaban la estancia con un resplandor etéreo mientras los murmullos resonaban en las paredes de mármol. 

El salón estaba abarrotado. Nadie quería perderse la primera noche de la Competición, donde los participantes serían seleccionados. De ahí saldrían los 20 candidatos a competir por la mano del príncipe. El único lugar vacío era lo alto de la gran escalera de mármol, el lugar reservado para la familia real.

La música empezó a sonar y llevando a algunos invitados a girar en vueltas caprichosas por doquier. Isabel, entusiasmada, no tardó en unirse a ellos. Cuando recordó lo que llevaba bajo el vestido, decidió dejarlo en manos de su hermana, prometiéndole que en seguida estaría con ella para después volver a zambullirse de pleno en aquel vals. Se mecía con naturalidad, demostrando conocer bien los pasos, como si fuese una verdadera princesa.

Leonor, al contrario, se sentía fuera de lugar. Se alejó para observar lo que su hermana le había dejado. Seguro que era el perfume de Isabel. Estaba tan enfadada con ella por haberla traído allí, embutirla en aquel vestido y luego, abandonarla. Pensó que su hermana se merecía un pequeño castigo. Así que, ¿por qué no? Decidió derramar un poco del perfume, apenas unas gotas, lo suficiente para cabrearla. Pero el plan no salió como esperaba. En plena faena, tropezó hacia atrás, derramando por encima de sí misma todo el contenido del frasco.

—¿Podrías tener más cuidado?

Leonor levantó la vista y su mirada se topó con unos ojos negros que se le tornaron familiares.

—Lo siento —dijo Leonor, con voz firme, sacudiendo su vestido.

El joven frunció el ceño.

—Así que, ¿recibiste mi invitación?

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