Leonor regresó a los jardines, donde los invitados habían ido abandonando el lugar poco a poco. Su hermana estaba extrañamente inquieta, mirando una taza de té con expresión de parsimonia. Parsimonia que se disipó en cuanto divisó a su hermana, echando a correr hacia ella. Aunque por veces la odiaba por haberlas metido en aquello, no podía dejar de contagiarse por su entusiasmo.
—¿Y bien? ¿Qué tal con el príncipe encantador? —Leonor no contestó, poniendo una cara que se leía fácilmente.—Venga, vamos, no ha podido ser tan horrible. Al fin y al cabo, ha sido él quien te ha escogido.
—Bueno, ha sido él bajo los efectos de la poción.
Isabel parpadeó. Pareciera que había olvidado de pronto aquel asunto.
—Oh, claro, la poción... —murmuró, su entusiasmo disminuyendo un poco—Fernando...—Isabel bajó la voz, de pronto dándose cuenta de dónde estaba y mirando a su alrededor.—Él sabe algo, ¿no?—Preguntó Isabel, recordando que el príncipe las había interrumpido cuando estaban hablando de ello.
Antes de que su hermana pudiera responder, una guardia se les acercó. Leonor, acostumbrada ya a aquellas interrupciones, se adelantó casi a rechazar el cumplido, pensando que sería alguien más entusiasmado por decir alguna tontería sobre su vestido, que ahora se daba cuenta, estaba manchado de barro. Pero cuando las alcanzó, ofreció un paquete a la hermana.
—Un regalo para la señorita Leonor —anunció la guardia, entregándole lo que llevaba encima.
Leonor lo abrió con cuidado, destapando el papel morado que lo envolvía. Pronto descubrió un arco exquisitamente tallado de madera oscura, con intrincados gravados y cueerdas finas. La guardia sonrió al ver su sorpresa.
—Quien se lo haya mandado debe apreciarla mucho. Podría practicar con él en las caballerizas. Justo antes del atardecer no hay nadie merodeando por allí —dijo la guardia antes de retirarse.
Leonor observó el arco, en su mano. Parecía majestuoso. Una idea cruzó su mente. Quizá era un regalo de su padre. Quizá sabía el gran esfuerzo que estaba haciendo ella allí en el castillo y había querido recompensarla.
—¿Crees que...?.—Empezó Leonor.
—Shhhh. Baja la voz. No creas que no lo he pensado. Pero si ha sido padre es que quizá quiera saber algo de nosotras. Igual deberíamos ponerle al corriente de la situación. Quizá sepa como revertirla. Esta tarde, mandaremos que le hagan llamar a Palacio.
Leonor asintió.
Las hermanas decidieron ignorar la competición y comenzar con la búsqueda de una solución para el asunto de la poción. La tarde transcurrió veloz para la mayor de las Mendoza, a quien la situación de su hermana le parecía más que una aventura emocionante, un cuento de hadas perfecto. Leonor, por su parte, no se quitaba de la cabeza el arco que le habían regalado y las palabras de la guardia. ¿Ocultaría algo el hecho de que le dijera exactamente donde y cuando ir? Lo había pasado por alto ante el entusiasmo de poder practicar en el castillo, pero ahora no dejaba de darle vueltas.
Para cuando entraron a la biblioteca, ya se habían dado cuenta de que no todo iba a ser malo: la situación de Leonor les permitía hacer un poco lo que querían, ya que nadie osaba ir en su contra. El espacio era impresionante, con altos techos abovedados y estanterías de madera oscura que se alzaban hasta el techo, repletas de libros antiguos y manuscritos. Grandes ventanales dejaban entrar la luz natural, iluminando las mesas de lectura de roble macizo. Ambas sonrieron, imaginándose en silencio largas horas en aquel lugar. Compartiendo la única afición que tenían en común.
Una mujer, con cara de pocos amigos, se dirigió hacia ellas. Posiblemente no pudiesen merodear por allí. Pero la experiencia ante el resto de puertas cerradas les había envalentonado. La actitud de la mujer se suavizó un poco en cuanto entró en su campo de visión. La poción era sin duda poderosa.
—¿Puedo ayudarlas en algo?
—Estamos buscando libros...más especiales. No tendrán una sala de libros ocultos o algo de eso, ¿no?—Isabel trató de impregnar sus palabras de encanto.
—No estoy autorizada a hablar de ello.
—Nos complacería mucho poder observar esos manuscritos.—Inquirió Leonor. El gesto de la mujer cambió y asintió de forma servicial.
Las hermanas Mendoza se vieron guiadas por un pequeño pasillo a una puerta muy pequeña, casi tanto que Leonor tuvo que agacharse al pasar. La hoja de la puerta estaba decorada con gravados que parecían escudos, y le dió un vuelco al corazón al ver que el de los Mendoza figuraba entre ellos.
Era una sala oscura, más húmeda y lúgubre que la anterior. Las estanterías, en fila unas tras de otras, estaban abarrotadas de libros, que descansaban tras las rejillas cerradas con llave, a través de las que asomaban los lomos. La mujer las dejó solas, para su alivio.
—¿Por dónde empezarás a buscar?
—Buena pregunta...Ya que se trata de una poción, voy a probar con antídotos. También la propia poción. Quizá en encantamientos...
—O en maleficios, que a veces son lo mismo pero con peor reputación.—Leonor sonrió ante su propia ocurrencia, pero una chispa en el rostro de su hermana le dijo que quizá era más que una ocurrencia ingeniosa.
Salieron de allí al rato, cargadas con varios manuscritos. Seguramente no estaba permitido que los sacasen de allí, pero como nadie se iba a enfrentar a Leonor, decidieron ignorar ese hecho.
De camino a sus aposentos, Rebeca las interceptó. Leonor era muy reticente a involucrarla a ella también. Ya era suficiente conque estuviesen haciendo algo prohibido y que el príncipe la hubiese amenazado. ¿Qué había dicho? Que jugase bien sus cartas. Pero, ¿a qué se referiría?
Isabel, a diferencia de su hermana, no parecía tener secretos para nadie, y menos para Rebeca, con la que se comportaba con gran cercanía. Quizá es que fuesen grandes amigas. Leonor se las imaginaba calcetando al calor de la chimenea en su casa, cosiendo, compartiendo confidencias. Aunque sabía que visitaba la casa de los Mendoza con frecuencia, no tenía claro a qué se dedicaba durante esas visitas.
El resto de la tarde transcurrió pasando hoja tras hoja de los libros y compartiendo hallazgos, que a menudo eran más curiosidades que cuestiones que pudiesen ser útiles. Don Rodrigo era muy ducho en el arte de la química y había dado a su hija un brebaje muy potente. Seguramente sólo él supiese cómo deshacer aquello. Para alegría de las hermanas, uno de los guardias les informó de que habían mandado ya un mensaje a su padre para hacerlo llamar y este había contestado que llegaría al día siguiente.
Leonor frunció el ceño. Descartaba que fuese padre quien le había regalado el arco. Eso la incomodó. Los rayos dorados del sol poniente indicaban que su cita se acercaba, decidió que era el momento de encaminarse a las caballerizas. El azar quiso que Isabel estuviera lo suficientemente entretenida con Rebeca, hablando de alguna tontería que había encontrado en uno de los manuscritos, como para darse cuenta de que su hermana se alejaba de la habitación.
Antes de entrar en las caballerizas, Leonor rozó su daga por encima de su vestido. Su fiel compañera, con su filo afilado y letal, podría rasurar el cuello de un hombre en menos de un parpadeo. No le había fallado hasta ahora y no le fallaría en aquel momento.
El lugar estaba en silencio, con solo el sonido de los caballos moviéndose en sus establos. Mientras se acercaba a su lugar de práctica, una figura emergió de las sombras. Leonor se detuvo en seco. Su mano se dirigió hábil y rápida a la empuñadura de la daga, que silbando al cortar el aire, rozó contra el cuello de una figura alta y esbelta. El roce cortó la máscara con la que la persona se ocultaba.
—¿Es esa forma de tratar a un príncipe?
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La Competición
FantasyLas hermanas Mendoza son invitadas a la Corte Real de Lazonia para competir por la mano del príncipe Fernando. Isabel sueña con su propia historia de amor real mientras que Leonor, la rebelde de la familia, prefiere la libertad del bosque a las rígi...