Por el rabillo del ojo veo cómo Iván gira la cabeza y sonríe ampliamente, sus ojos brillando divertidos con la luz del atardecer. Poco después echa a andar hacia la parte trasera del barco, donde mis amigas están montando un buen alboroto.
Yo sigo aquí, mirando el horizonte con la frase que he dicho hace unos minutos haciendo eco en algún lugar de mi mente. Los gritos y las risas van perdiendo intensidad al mismo tiempo que mi cabeza vaga lejos, muy lejos.La sala común del edificio cultural del barrio está casi vacía; son las seis y media de una calurosa tarde de verano y la gente prefiere estar a remojo en la piscina del barrio que usando las instalaciones. Yo no. Me gusta estar aquí. Siempre estoy aquí, incluso cuando mi cuerpo se encuentra en otro lugar. Este sitio es mi segunda casa.
Coloco los dedos sobre las teclas y repito el patrón que acabo de tocar. La melodía inundada la sala vacía con su tono suave, pausado. Muevo los dedos más rápido y la canción gana intensidad. Mis pies siguen el ritmo, golpeando las baldosas con mis sandalias de cuero y llevando mi música hasta la esquina opuesta de la sala.
Huy, esa nota me ha gustado. Dejo de tocar de inmediato y recupero el lápiz del extremo del piano para apuntar el cambio en la partitura. Cuando termino, la observo con un poco de distancia, admirando la estética de las figuras en el pentagrama. Esto es bueno. Muy bueno. Me gusta.
Vuelvo a dejar la hoja en su sitio y me dispongo a tocar la pieza entera, cuando la puerta de la sala de música se abre a mi derecha.
No conozco al chico que entra. Parece mayor que yo; sí, desde luego lo es. No tiene pinta de artista, pero tampoco creo que a mí me llamaran así por la calle. Es alto, tanto que si estirase los brazos hacia arriba podría tocar el dintel de la puerta de cristal sin problemas. Sus brazos fuertes y bronceados bajo la camiseta blanca de manga corta me hacen pensar que se ha equivocado de sitio; debería estar en la piscina con todos los demás.
Despacio, casi como si le diera pereza, hace un escaneo de la sala casi vacía. Cuando sus ojos se topan conmigo noto un ligero cambio en la expresión de su cara. Es muy leve, pero me he dado cuenta: sus cejas suben unos milímetros, agrandando unos bonitos ojos pardos, y sus labios, antes tensos, elevan la comisura un pelín, lo justo para diferenciar un rostro serio de una sonrisa.
El contacto dura apenas unos segundos. El chico nuevo da la vuelta sin más y sale por la puerta acristalada.
Lo que yo decía: se ha equivocado.Igual la equivocada soy yo.
El chico desconocido que entró y salió casi al mismo tiempo de la sala de música ayer vuelve a hacer acto de presencia. Esta vez lleva un ordenador portátil bajo el brazo. Repite el escaneo de la última vez y finalmente decide sentarse en una de las mesas blancas del final de la estancia, a mi espalda.
Pese a la turbación inicial, ignoro al nuevo y sigo con mi música. La pieza está casi terminada y creo que es la mejor de las que he compuesto en los últimos meses.
Soy consciente de la hora cuando el chico se levanta, arrastrando la silla y los pies. ¡Madre mía! Llevo aquí seis horas seguidas. Mi estómago protesta indignado y yo le doy la razón; hoy se me ha ido de las manos.
Me dispongo a recoger cuando siento unos ojos sobre mí y me giro despacio hacia la puerta de cristal. El chico está quieto, con la puerta entreabierta, mirándome sin disimulo, pero tampoco con ninguna expresión en concreto. Es más, parece como si me estuviera evaluando. Unos segundos después, sus comisuras se elevan un pelín, y con paso decidido abandona la sala y el edificio.Al día siguiente llego pronto por la mañana con la intención de ultimar mi obra. Pero eso no ocurre. Ese chico también ha venido hoy. Está sentado en la misma mesa que ayer con su portátil. Solo eleva los ojos un brevísimo momento cuando cierro la puerta y enseguida los baja a lo que quiera que esté haciendo.
A la hora de comer recojo todo y me voy a casa con la partitura exactamente igual que estaba ayer.El miércoles también está ahí. Y el jueves. Y el viernes.
Es el sábado a media tarde, cuando ya me he acostumbrado a su presencia, que unas enormes manos aparecen por detrás de mí y cierran el piano con cuidado. Del susto doy un salto en el taburete y lo arrastro unos milímetros hacia atrás, no más, porque él bloquea el camino.
Me giro rápidamente y me encuentro con su rostro muy cerca del mío, la expresión la misma que lleva poniendo toda la semana.
—Me has asustado —susurro.
Él me sigue mirando en silencio. Veo mi reflejo en sus ojos pardos.
— ¿Tienes hambre?
Es la primera vez que oigo su voz. Un sonido grave, un tinte peligroso. Se me pone la carne de gallina.
— ¿Qué?
El chico sonríe sin despegar los labios. También es la primera vez que le veo sonreír de verdad.
—Recoge, anda. Te invito a merendar.Y así empezó todo. No volví a pisar el edificio cultural ni la sala de música el resto del verano. Tampoco vi demasiado a mis amigas, ni pasé por casa más que para dormir. A veces ni siquiera eso.
Me enamoré de él. Me enamoré como jamás creí que pudiera hacerlo. Cerré los ojos y me dejé caer hacia atrás, confiando en que él me cogería. No lo hizo.
ESTÁS LEYENDO
#ProyectoPlaya
RomanceEsta es una historia que esconde más de lo que pueda parecer a primera vista. Con unas vacaciones en la playa como telón de fondo, los sentimientos amenazan con ahogar a una chica de ojos verde oscuro que preferiría dejar de sentir.