Ana

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Entramos en mi habitación a trompicones, chocando con todo lo que se nos pone delante. Menos mal que estamos solos. Aunque no sé qué opinarán los vecinos de abajo de esta batucada improvisada.
— ¡Iván, Iván! Vamos a llegar tarde a la cena con los demás —me quejo sin demasiadas ganas.
—Como si te importara lo más mínimo.
— ¡Eh! Claro que me importa.
—Ya, seguro. Pero no creo que tengas prisa por llegar la primera y elegir mesa.
—Una mesa cerca del mar hace que la humedad del ambiente me encrespe el pelo y...
Tira de mi coleta hacia atrás, levantando así mi barbilla. Sus ojos se clavan en los míos con un brillo provocador que consigue que me tiemblen las rodillas y que tenga que apoyarme en sus hombros para no caer.
—A mí me gusta tu pelo en todas sus formas.
—Esta se acaba de convertir en mi favorita —digo sin aliento.
Sus labios dibujan esa maldita sonrisa que consigue derretirme y ponerme de los nervios a partes iguales. Ahora, gana la primera de las opciones. En medio segundo acorto la distancia entre nuestras bocas, ansiosa. Le muerdo el labio inferior, un gesto que se ha vuelto habitual entre nosotros y al que responde cogiéndome al vuelo y tirándome en la cama sin mucha delicadeza. Hay que ver qué burro se pone cuando... pues eso, cuando se pone burro.
Lo siguiente de lo que soy consciente es que lo tengo sobre mí, besando y mordiendo hasta el más pequeño trozo de piel que queda a su alcance. Intento aguantar los gemidos que luchan por salir de mi boca, ahora libre, lejos de la suya, pero mi piel de gallina me traiciona, la muy puta.
Iván se da cuenta (cómo no) y coloca su boca en un punto especialmente sensible que tengo en el cuello, justo debajo de la barbilla. Lame, succiona y muerde hasta que consigue lo que quiere:
—Mmm… Sí… ¡Ah!
— ¿Seguimos jugando a muerte? Porque me lo estás poniendo muy fácil.
— ¡Cállate y sigue! —le ordeno enrollando mis piernas alrededor de su cintura y echando la cabeza hacia atrás.
Su risa alegre y descarada se cuela bajo mi piel y yo le aprieto aún más con las piernas para que se deje de tonterías. Pero Iván no parece captar la indirecta, o se la pasa por sus partes íntimas más probablemente, y sigue repartiendo pequeños besos y mordiscos por mi cuello y pecho, tomándose todo el tiempo del mundo. Gruño, disconforme, pero ni yo misma me puedo tomar en serio el sonido que ha salido de mis labios, a medio camino entre un gemido y una súplica.
Cuando llega a mis pezones, éstos ya están erizados y listos para recibir a su boca, que no tarda en apoderarse de ellos. Suelto un suspiro entrecortado en el momento en que empieza a saborearlos, rodeándolos con sus dientes y su lengua y moviéndolos a su antojo dentro de su boca. Yo ya estoy completamente perdida y juro sobre la Biblia en un juzgado que no soy consciente de mis actos ni responderé por las consecuencias de los mismos.
De pronto un latigazo de dolor me atraviesa los pechos y me incorporo de golpe, dolorida.
— ¿Ana? ¿Qué pasa? ¿Te he hecho daño?
—No… O sea, sí, pero no es tu culpa. Me tiene que venir la regla y los días previos tengo los pezones muy sensibles. Y con el ritmo que llevas tú… No lo he aguantado.
Él sonríe con chulería y yo le doy un manotazo en respuesta. Vuelve a sonreír con más ganas. Pongo los ojos en blanco y pienso que es un caso perdido, que tiene más orgullo que polla, y vuelvo a jurar sobre la Biblia que eso es complicado.
—Quita esa mueca, idiota —Me levanto a por mi móvil y vuelvo a sentarme a su lado— Voy a mandarle un mensaje a Carla para recordarle que compre compresas.
— ¿No se puede acordar sola? —pregunta mientras intenta quitarme más ropa.
—Compartimos gastos. Tenemos la regla sincronizada.
—Creía que eso era un mito.
—No lo sé, puede ser. Lo único que tengo claro es que pasar esos días al lado de mi mejor amiga hacen de la tortura algo menos duro. Aunque yo no soy quién para quejarme…
— ¿A qué te refieres?
—A que yo apenas sufro los síntomas, pero hay mujeres que lo pasar realmente mal cuando tienen la menstruación. Carla es una de ellas, por ejemplo.
Instintivamente me llevo una mano al bajo vientre y noto la hinchazón previa a la regla.
Iván sigue mi gesto con la mirada, en silencio. Me gusta que no se sienta incómodo hablando de esto. Yo no tengo tapujos a la hora de hablar de este tema (ni de ningún otro, aquí las cosas claras), pero muchos hombres los evitan o incluso dan muestras evidentes de rechazo cuando aparece la vecina roja en la conversación.
Iván, por el contrario, parece tener mucha curiosidad:
—Carla… ¿Ella tiene esos síntomas?
—Sí. La pobre lo pasa mal. Muy mal. Todos los meses desaparece durante un par de días, coincidiendo con los dos primeros días de la regla, que son siempre los peores.
— ¿Tanto le duele?
—Muchísimo. Pero no se trata solo del dolor. Durante esos días las jodidas hormonas nos vuelven locas. Yo, por ejemplo, soy más irascible y todo me molesta; a Carla, en cambio, le vuelven mucho más sensible de lo habitual. Y a todo eso suma los gases, los calambres, el sentirte hinchada, los mareos, el cansancio...
—Joder... Solo conocía la superficie.
—Lógico: la menstruación sigue siendo un tema tabú.
—No lo entiendo. Lo pasáis fatal todos los meses sin poder hacer nada por evitarlo, y aun así tenéis que quedaros en silencio porque está mal visto hablar de ello.
—Y yo lo llevo bien. Imagínate lo que sufre Carla, que no puede quejarse de su dolor sin sentir miradas de incredulidad o de desprecio. Esa es una de las razones por las desaparece del mundo.
Iván se vuelve a quedar en silencio. Casi puedo ver los engranajes de su mente funcionando a toda velocidad. He aprendido a conocerle y sé que está maquinando algo.
—No sé qué estás ideando en ese micro cerebro tuyo, pero espero que no se te vaya la olla.
Él da un respingo ante mi comentario. Solo alcanzo a ver su sonrisa lobuna antes de que se abalance sobre mí y empiece a besarme con ganas renovadas.

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