Marta

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Me siento despacio en la cama. Las piernas me tiemblan, así que me las llevo a la altura del pecho y las abrazo con cuidado, como si no fueran mías, como si estuviera calmando a alguna de mis amigas. Es entonces cuando me doy cuenta de que las manos también me tiemblan. En realidad, toda yo estoy temblando.
Intento respirar hondo, pero el aire se atasca en mis pulmones y sale entrecortado acompañado de una especie de gemido.
De pronto me siento tan pequeña, tan débil. Tan vulnerable.
Me dejo caer de lado sin soltar el agarre de mis piernas y apoyo la cabeza en la almohada. Antes de cerrar los ojos noto la primera lágrima resbalar por mi mejilla.
La escena que acabo de contemplar en la playa se repite en bucle en mi cabeza y, aunque lo intento, aunque sé que no debería, no puedo evitar que una dolorosa comparación se abra paso entre mis recuerdos.

Pensé que nunca oiría un ruido más fuerte que el grito desgarrado que salió de mi garganta en aquella discusión con mis padres. Estaba equivocada. El portazo que di quince minutos después todavía hace eco dentro de mi cabeza. Pero en ese momento no me importó lo más mínimo.
Mis padres no me querían. Lo acababan de dejar claro al criticar a mi novio con tanta dureza delante de mí. ¿Cómo podían hacerme eso? Él era la persona que más feliz me hacía en el mundo y ellos no lo aprobaban. No solo eso, habían mencionado cosas tan horribles como “relación de poder”, “manipulación” y “eres demasiado joven para darte cuenta”. ¡Demasiado joven! Ya hacía unos meses que había cumplido los dieciocho años y podía hacer lo que quisiera. De hecho, eso mismo estaba haciendo.
Las ruedas de la maleta golpeaban con fuerza en el suelo de la calle con cada tirón que daba del asa. Toda mi vida dentro de ella. No necesitaba más.
Tropecé y casi me caigo de frente cuando una rueda se atascó en una baldosa especialmente deteriorada. Qué mal asfaltado estaba ese barrio. El lugar al que iba era mucho mejor.
Cuando me bajé de taxi y arrastré lo poco que había cogido de casa de mis padres hasta el portal, él ya me estaba esperando. Tenía una mueca entre la decepción y la satisfacción que no tardaría en asociar a él, como esos dos sentimientos tan opuestos, pero que todavía no sabía lo que significaban.
—Tenías razón —Fui la primera en hablar.
Él asintió y me abrazó desde arriba. Colocó su barbilla en mi cabeza.
—Te lo dije.
Me lo dijo. Me dijo que mis padres se estaban metiendo en nuestra relación, que querían separarnos. Al principio no le creí. ¿Cómo iba a hacerlo? Ellos siempre habían estado a mi lado, en cada paso del camino, animándome a cumplir mis sueños y consolándome cuando el mundo se volvía demasiado gris y no sabía cómo continuar. Especialmente mi padre. Desde pequeña habíamos sido él, la música y yo. Fue la primera persona a la que le conté que quería componer canciones, a quien le dejé leer mi primera obra cuando aún estaba en pañales y tenía mucho que aprender. Y él siempre, siempre, siempre me miraba con orgullo y una sonrisa en los labios.
Hasta ese día.
Se me escapó un sollozo y “M” se apartó rápidamente de mí y me cogió la cara con las manos.
—Eh. Ni si te ocurra derramar una sola lágrima por ellos. No merecen la pena. Nosotros sí la merecemos. Yo la merezco. Créeme.
Le creí.

Los siguientes meses fueron alegres y no hicieron más que reforzar la idea de lo bien que había hecho al irme de casa de mis padres. “M” compartía piso con un amigo suyo, el primero al que conocí. Su nombre era Samuel, aunque se empeñaba en que le llamaran Samu o Sam. Molaba más, decía.  Era simpático y divertido, y enseguida me cayó bien. Solíamos ver películas en el sofá los tres juntos y él me tomaba el pelo en cuanto tenía ocasión. Me enseñó a cocinar sin quemar la cocina (aunque solo sea para no tener que comprar más vendas y pomadas, me decía con una sonrisa), a cuidar el pequeño y colorido jardín de la terraza en el que llevaba años trabajando y al que tenía mucho cariño, y hasta me dio unas cuantas clases de conducir cuando mi novio estaba demasiado ocupado para esas tonterías y me insistía en apuntarme a una autoescuela. Eso hice. Tenía razón. Como siempre.
Una tarde, después de haber hecho el amor en nuestra cama, se puso serio y me dijo que no debía confiar en Samuel. Solo le llamaba así cuando se trataba de un tema importante, así que me puse alerta. Al parecer yo le gustaba. Nos había estado mirando cuando compartíamos tiempo juntos y estaba convencido de que Samuel sentía cosas por mí. Me dijo que, por el bien de su amistad, debía alejarme de él y abrigarme más en casa para que no se sitiera tentado a intentar nada conmigo. Esa misma tarde desterré toda mi ropa de verano a una caja y la llevé al trastero.
Desde ese momento mi relación con Samuel cambió, me forcé a evitar su mirada dolida y confusa cada vez que rechazaba algún plan o me negaba a sentarme a su lado en el sofá.
También compré muchos pantalones de pijama largos.

Cada día mi carpeta se llevaba de más partituras terminadas, de nuevas versiones de las que ya tenía. Mi vida era música. Y yo era muy feliz.
Una tarde de septiembre, cuando volvía de clases de composición, esa felicidad se tambaleó al escuchar los gritos de “M” y Samuel al otro lado de la puerta. Me quedé en silencio, sin atreverme a meter la llave en la cerradura.
Los dos llevaban unos meses tensos, casi desde el mismo momento en que mi novio me dijo que le gustaba a su amigo. Yo lo entendía; no debía ser fácil convivir con alguien a quien le gusta la misma persona que a ti. Así que no decía nada. Me limitaba a cogerle de la mano o darle un apretón en el brazo a modo de confirmación de que le quería.
Pero sus discusiones nunca habían llegado a esos extremos.
De pronto la puerta se abrió de golpe y me encontré con el pecho agitado de Samuel. Yo era alta, pero él más, así que tuve que elevar mi mirada para verle los ojos. Estaban rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando, pero un solo vistazo al resto de su cara me dijo que las lágrimas no habían sido de pena, sino de rabia.
Él se quedó quieto un segundo, mirándome. Luego, negó con la cabeza, me hizo a un lado y salió del piso arrastrando una maleta y dos bolsas de mano.
Le seguí con la mirada hasta que desapareció al doblar la esquina del rellano.
Desconcertada, entré en casa y busqué a “M”. No tardé mucho. Lo encontré en el balcón rompiendo las macetas que con tanto mimo había estado cuidando. Estaba fuera de sí.
— ¿Qué haces? ¡Para! ¡Para!
Intenté agarrarle para que se detuviera, pero lo único que conseguí fue un codazo en el estómago a causa de los movimientos tan bruscos que hacía. Entré en casa a trompicones y me dejé caer en el sofá respirando con dificultad. Él aún tardó un par de minutos en destrozar todo el trabajo y esfuerzo de Samuel y venir a buscarme.
— ¡Esto es culpa tuya! —Empezó a hacer aspavientos delante de mí—. Te lo avisé. Te dije que esto pasaría, pero tú preferiste seguir provocándole. Te ponía, ¿no es así? Te encantaba tenerle babeando detrás de ti.
No entendía nada. Mi cerebro estaba concentrado en intentar meter aire en mis pulmones y en controlar mi errática respiración.
— ¿Qué ha pasado? —Conseguí decir con un hilo de voz.
Él frenó en seco y me clavó la mirada. Sentí como si me hubiera golpeado otra vez.
—Ese cerdo se ha pegado toda la tarde manoseando tus tangas.
¿Qué? ¿Quién? ¿Samuel? Lo que decía no tenía sentido.
—Pero cómo iba él…
—Le he pillado teniendo la ropa y casi esnifando eso a lo que llamas bragas. Y no es la primera vez —remató.
Me lo quedé mirando en silencio sin saber qué decir. Él ya no tenía los ojos puestos en mí, se deslizaban a toda velocidad por cada rincón del salón. Estaba frenético.
¿Qué había hecho?
—Lo siento.
Mis palabras salieron tan bajas que dudé que fuera capaz de oírme por encima del rugido de su sangre en los oídos. Pero sí lo hizo. Su mirada volvió a fijarse en la mía.
—A partir de ahora no me pondré los tangas la semana que le toqué la colada a Samuel.
— ¡No digas su nombre! —estalló. Su grito me echó hacia atrás en mi asiento. Él bajó la cabeza y tomó unas cuantas respiraciones —. No quiero que vuelvas a mencionarle. Se ha ido. No volverás a verle.
Ante mi silencio como respuesta se encaminó a la puerta. Antes de salir, sin embargo, se giró despacio y volvió a mirarme con su sonrisa de decepción y satisfacción.
—He tirado todos tus tangas. Mañana iremos a comprar ropa más apropiada.

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