Pasé toda la mañana en la cama, sintiendo el peso de mi propia mente. Mi cabeza me gritaba que debía levantarme, que el día se estaba escapando entre mis dedos, pero mi cuerpo se negaba a obedecer. Era como si cada fibra de mí estuviera encadenada a la inercia, a esa sensación opresiva de estar atrapada.Mi vida se escurría como agua entre las manos, y aunque sabía que no todo era culpa del maldito pueblo, no podía evitar culparlo. Este lugar parecía tener un peso propio, como si el aire estuviera cargado de recuerdos y silencios que me arrastraban hacia el suelo.
―Hija, hice panqueques. Ven a desayunar... o almorzar. También preparé tu comida favorita― escuché a mamá decir desde la cocina, con esa voz dulce que siempre me hacía sentir como si todavía tuviera 17 años.
Por un momento, una sonrisa se coló en mi rostro. A pesar de todo, mamá siempre sabía cómo encender una chispa en mi día.
Finalmente, me digné a bajar, más que nada porque necesitaba hablar con ella. Hablar de nosotras, de nuestro futuro, de esta semana, de todo lo que estaba carcomiéndome por dentro.
Cuando llegué a la cocina, la vi de espaldas, cortando fresas con calma. Tarareaba una canción que no reconocí, pero que de alguna manera me resultó familiar.
Sin pensarlo, caminé hacia ella y la abracé por detrás. Sentí su olor, esa mezcla de su perfume suave y la cocina. La abracé como cuando era niña, como cuando era adolescente, y ahora, como la mujer joven que todavía no estaba segura de cómo enfrentarse a la vida. Lo único que sabía era que en ese momento necesitaba a mamá más que nunca.
―Te amo, mamá― solté de repente, con un nudo en la garganta que amenazaba con quebrarme.
Mamá se giró rápidamente, sorprendida. Sus ojos me buscaron con una mezcla de confusión y ternura. ―Kylie... hija... yo también te amo― dijo, aunque su tono dejaba claro que sospechaba que algo más se escondía detrás de mis palabras.
Sin soltar su mano, la guié hasta una de las sillas del comedor. Suavemente, le hice un gesto para que se sentara, y luego me senté frente a ella. Inspiré profundamente, preparándome para lo que iba a decir, mientras acariciaba su mano entre las mías.
―Mamá... quiero que nos vayamos de este pueblo― solté al fin, con voz firme, pero temblorosa.
Su expresión cambió al instante. Sus cejas se fruncieron, y la confusión se mezcló con una especie de resistencia silenciosa. ―¿Qué? No, hija. Yo no puedo...
―Por favor, mamá, déjame hablar primero― interrumpí, apretando suavemente su mano para calmarla. Suspiré de nuevo, intentando contener las emociones que se agolpaban en mi pecho. ―Este lugar nos está matando, mamá. A ti te consume, te hunde en los recuerdos de papá. Y a mí... me siento atrapada aquí, como si mi adolescencia todavía estuviera clavada en estas paredes, en estas calles. No puedo seguir así. Cada día me siento más pequeña, más perdida. Y no quiero que tú pases por lo mismo.
Mamá me miraba en silencio, su rostro una máscara de dudas y emociones contenidas.
―Mamá, escucha... tengo un empleo estable, soy la jefa. Quiero darte la vida que te mereces, lejos de este lugar. Déjame cuidarte, déjame ser quien te lleve a empezar de nuevo. Solo las dos. No necesitamos nada más― rogué, mi voz quebrándose al final.
Ella bajó la mirada, evitando mis ojos. Pude ver cómo se agarraba el tabique de la nariz, como si intentara ordenar sus pensamientos. Sabía que era mucho pedir, sabía que dejar este lugar era algo grande para ella, algo doloroso. Pero yo no podía seguir viendo cómo se apagaba poco a poco.
―Creo que... tienes razón, hija― murmuró finalmente, sin levantar la mirada.
Mi corazón se aceleró al escuchar esas palabras, como si de repente el peso que había cargado durante años comenzara a aligerarse. Era la señal que necesitaba, la confirmación de que podíamos escapar, de que este lugar no sería nuestra prisión para siempre.
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Aeternum - Kylia
FanfictionEl primer amor nunca se olvida. O al menos, eso es lo que dicen. Que es un sentimiento eterno. A mis quince años, creí haber encontrado al amor de mi vida; una morena que hacía latir mi corazón con cada mirada. Pero cuando nuestros secretos fueron r...