Despegó sus labios lentamente y retrocedió un paso.
- Perdón, yo...
- No pidas perdón, Lucero.
- Bueno, ¿me dirás qué haremos hoy?
- ¿Qué te parece si mejor lo ves por ti misma cuando lleguemos?
- ¿Cuando lleguemos a dónde?
- Lucero, confía en mí. - aquellas palabras retumbaron en sus oídos creando un fastidioso eco. La última vez que Fernando pidió su confianza salió muy lastimada. - Hay errores que nunca volvería a cometer, como hacerte llorar. Pero te prometo que hoy estaremos a gusto, completamente.
- suspiró resignada y asintió. Que su razón perdiera las batallas contra su corazón se estaba haciendo una muy mala pero inevitable costumbre.
Salieron del hotel, tomaron un taxi y llegaron al puerto más cercano.
- ¡Fernando! -exclamó un hombre mayor vestido de blanco. - ¿Listos?
- Completamente. - sonrió.
- ¿Listos para qué? - inquirió Lucero curiosa.
- Para zarpar.
- ¿Eh?
- Iremos a la isla Cotoy, ¡Te va a encantar!
- Pensé que iríamos a un restaurante, a la playa o algo así.
- ¿Quién dice que no lo haremos?
- Ya...
- Anda, sube al yate, se nos hace tarde.
- ¿Tarde para qué?
- Lucero, ¿dejarás de hacer preguntas ya? - sonrió.
- De acuerdo. - abordó el enorme bote y se colocó sus gafas de sol. - ¿Es muy largo el viaje?
- Si sigues con tantas preguntas, lo será.
- Las hago porque no contestas ninguna.- Fernando sonrió y Lucero apartó la mirada. Aún necesitaba tiemp... ¿Tiempo? ¿para qué?
El yate empezó a avanzar rumbo a la paradisíaca isla. El sol, la brisa, el mar, la adrenalina que emitía el bote cuando se levantaba del agua y volvía a caer, la tranquilidad... Todo conjugaba en su favor para hacer de ese viaje algo muy romántico e íntimo. Pero eso no es este caso, Lucero, deja de ser tan patética, Pensó.