No hay nada peor que vivir en la monotonía, no salir de la rutina, inmersa en una tristeza tan profunda que era insoportable.
La soledad era su irónica compañía; ya no tenía a ninguna de sus hijas y la oportunidad de explicar las mentiras dichas a Charlotte se había esfumado, igual que ella y toda la tranquilidad que un sueño le había regalado y al mismo tiempo se lo había quitado.
Cancún dejó de ser su paraíso tropical favorito, ahora encontraba recuerdos de Lucero en cada calle que recorría, en todos los lugares en los que entraba y hasta en la habitación en la que dormía.
Si del amor al odio hay solo un paso, para él era un sendero completo. No la odiaba, no podía odiarla por más que se lo propusiera y eso lo llevaba a odiarse a sí mismo. Esa debilidad haría todo lo posible por convencerlo de ir detrás de ella, de eso no cabía duda, y lo más triste, es que lo haría solamente para confirmar lo que su cabeza se niega a aceptar. De nuevo la sentía ajena, en brazos de otro teniendo todas las posibilidades del mundo para hacer que todo se solucione, pero a la vez con toda la impotencia existente en su cuerpo como para inmovilizarlo. Era una sensación sumamente conocida, incómoda, dolorosa, triste y devastadora que lo enloquecía completamente. Se maldijo millones de veces por nunca exigirle una explicación a Lucero por lo sucedido diez meses antes.El armario estaba casi vacío, únicamente lo ocupaba su ropa. La habitación se convirtió en un campo gigantesco de vacío; parecía caminar kilómetros desde la cama en la que dormía, hasta el baño. Tomó las prendas que se iba a colocar ese día y se fue a dar una ducha para luego salir a trotar a la playa.
A medida que sus pies tocaban la arena uno detrás de otro, el corazón fue aumentando de ritmo, la música aumentando de volumen y la mente coleccionándo más y más recuerdos de Celeste.
Decidió tomar reposo cuando ambas piernas dolían incansablemente. Había corrido más lejos a comparación de otras veces, quizás, huyendo de su burlona consciencia quien pedía a gritos regresar a Boston.
- Hola. - saludó una voluptuosa mujer que coincidencialmente cruzaba por la playa.
- Hola. - respondió Fernando apartando los auriculares de sus oídos.
- ¿Te molesta si me siento aquí?
- Claro que no, adelante. - intentó fijar de nuevo la mirada en el mar, pero fue una misión compleja ya que el físico de aquella mujer captó su total atención.
- ¿Cual es tu nombre?
- Fer... Fernando Colunga.
- Hmm. - murmuró de manera seductora. - ¿Eres de por aquí?
- No. Vivo en Washington.
- Mejor aún. Extranjeros me gustan más. - sonrío pícaramente. - Mi nombre es Brigitte, todo un placer, guapo. - Fernando sonrió sin decir nada. Esa mujer era demasiado. - ¿en dónde te estás hospedando?
- En el Beach Palace.
- ¿Llevas mucho tiempo aquí?