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El sol comenzaba a ocultarse lentamente detrás de las montañas en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rojizos, como una última caricia antes de la llegada de la noche. La luz se desvanecía con calma, como si el mundo entero se tomara un respiro antes de la oscuridad, dejando tras de sí un halo de quietud y belleza.
Las olas rompían contra la orilla con su constante murmullo, un sonido profundo y envolvente que parecía hablar directamente al alma, marcando el paso del tiempo de una manera que solo el mar podía hacerlo. Cada ola que llegaba a la playa era una promesa de eternidad, de algo que nunca se detendría. Y, en ese mismo espacio, una vida estaba llegando a su fin.
Héctor, sentado en su silla de ruedas, observaba el océano con una mirada tranquila, como si el mar, ese vasto e infinito horizonte, fuera el único lugar que le ofreciera consuelo en sus últimos días. La enfermedad lo había debilitado, pero el amor por el océano seguía intacto en su pecho, ese amor que había alimentado su vida durante tantos años. El sol se ponía detrás de él, como si la naturaleza misma estuviera respetando su necesidad de un último atardecer.
A su lado, Nana e Iván permanecían en silencio. Nana, con la mano de su padre en las suyas, apretándola suavemente, como si temiera que el más mínimo movimiento la separara de él. Iván, erguido junto a la barandilla de la terraza, observaba el mar, pero también a Héctor, con una mezcla de respeto y dolor.
Sabía que el momento estaba cerca, que el tiempo se les escurría entre los dedos como la espuma del mar que tocaba la orilla.
—¿Sabes? —murmuró Héctor, su voz rasposa y cansada, pero llena de esa serenidad que solo los que están cerca de la muerte pueden tener—. Nunca imaginé que mis últimos días serían tan hermosos.
Nana apretó su mano con más fuerza, sin palabras, dejando que su silencio hablara por ella. El dolor de saber que se le escapaba el tiempo, que su padre ya no podía sostenerse por mucho más, se mezclaba con una gratitud profunda.
Su padre había encontrado la paz, y aunque su corazón se rompía, en el fondo sabía que esto era lo que él siempre había querido.
Héctor sonrió levemente, un gesto cansado pero lleno de esa sabiduría que solo los hombres que han vivido tanto pueden compartir. Luego, sus ojos se dirigieron a Iván, que había dejado de mirar el océano para centrar su atención en él.
Un intercambio de miradas entre los dos hombres, una comprensión tácita.
No hacía falta que dijeran nada; los ojos de Héctor eran claros, e Iván lo entendió sin necesidad de palabras. Héctor le estaba entregando lo más preciado que tenía: su hija.
—No llores, hija —susurró Héctor, con voz rasposa, pero suavemente llena de amor. Giró su cabeza para mirarla—. He vivido mucho, he luchado mucho, pero me voy en paz. Sé que no estás sola. Sé que tienes a alguien que te ama, alguien que te protegerá.
Iván asintió, sin palabras. No necesitaba más. Sabía lo que eso significaba. Héctor confiaba en él con lo más importante de su vida, y no iba a fallarle. No iba a dejarla ir, ni a ella ni a la vida que juntos habían construido. Las palabras no eran necesarias. Él sería su protector, siempre.
El viento soplaba más fuerte ahora, como si el mar mismo llamara a Héctor, lo invitara a irse con él. Héctor respiró profundamente, como si tomara ese aire salado y fresco como el último regalo del océano. Su cuerpo, agotado, parecía finalmente rendirse a esa serenidad, a esa calma que tanto había buscado.
—Aquí… aquí quiero quedarme —dijo, con una voz débil, pero llena de convicción. Como si el mar mismo lo estuviera esperando.
Y fue entonces cuando el último suspiro de Héctor se escapó. Un suspiro que se disolvió en la brisa del mar. Un suspiro que se fundió con el sonido de las olas, como si el océano mismo estuviera recibiéndolo.
—Papá… —susurró Nana, su voz rota, pero con una paz extraña. No logró decir más, no hacía falta. El tiempo se había detenido. Héctor ya no estaba, pero su presencia seguía allí, como un eco en el viento.
El mar siguió su vaivén. El viento soplaba con más intensidad, como si la naturaleza misma lamentara su partida. Pero en ese mismo viento, en ese mismo océano, había una paz que se mezclaba con la tristeza. Héctor había encontrado lo que tanto buscaba: la libertad. Y lo había hecho en el lugar que amaba, rodeado de la gente que más quería.
Nana no podía dejar de mirar al mar, viendo cómo las olas seguían su curso, imperturbables, como si nada hubiera cambiado. Pero dentro de ella, el vacío era palpable.
Las lágrimas caían sin que pudiera detenerlas. El dolor era inevitable, pero algo más lo acompañaba. Sabía que su padre, en su último suspiro, había alcanzado la paz que tanto merecía.
Iván se acercó a ella, rodeándola con sus brazos, envolviéndola en su calor, en su fortaleza. No hubo necesidad de palabras. Sabía que nada podría aliviar su dolor, pero la presencia de él, su abrazo, le daba la fuerza para seguir adelante.
—Estoy aquí —susurró Iván, su voz profunda, reconociendo que ahora más que nunca, debía protegerla, no solo a ella, sino también al hijo que llevaban en su interior.
El sol ya se había puesto, dejando atrás un cielo estrellado, y el mar seguía su curso eterno, sin detenerse, como si el mundo continuara a pesar de las pérdidas.
Mientras Iván mantenía a Nana cerca de él, ella encontró consuelo en su abrazo, y comprendió que, aunque su padre ya no estaba, su amor seguiría vivo, siempre. En el mar, en el viento, en cada ola que tocaba la orilla, en cada paso que daban juntos hacia el futuro.
El ciclo de la vida, pensó Nana, no termina nunca. Solo cambia de forma, se transforma, y siempre sigue adelante.
FIN
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ALL NIGHT - Spreen
FanfictionAN | Naira es una estudiante universitaria de clase baja, cada día se sobre esfuerza a sí misma para ayudar a su familia, pues su madre falleció y su padre está enfermo con mil deudas asomando por la ventana. Se ve en aprietos cuando la presionan pa...