En cuanto llegamos al refugio, que se encontraba a las afueras de la gran ciudad por la que habíamos pasado, supe que ellos eran diferentes a nosotros. La casa no estaba por fuera, sino dentro de un túnel que se había construido por debajo de la tierra. La camioneta entró por éste después de que Daniel hiciera la llamada que abrió el suelo.
El túnel parecía de cristal una vez que lo observabas por dentro, podías ver las capas de tierra, pero la realidad era que todo estaba recubierto por un plástico trasparente. Justo frente a nosotros había una puerta, igualmente de cristal. Detrás de ella se notaban un par de sillones de madera con piel blanca, con un aspecto rudimentario. No había más en la sala, pero estando llena de gente, le daba un aspecto casi confortable.
Dejamos la camioneta y caminamos hacia la sala mayor del refugio. Ahí estaba toda la familia, esperándonos. Eran quince, por lo que nos superaban considerablemente en número. Siete mujeres y ocho hombres. El que, a juzgar por su aspecto y la forma en que era tratado, parecía ser el jefe, habló primero:
—Bienvenidos a nuestro refugio. Nos alegra que hayan llegado sin ningún contratiempo.
Parecía amable. Saludó a Daniel con un abrazo fuerte, al igual que a Kate. Aquel hombre de barba blanca y estatura considerable, parecía ser santo de la devoción de Daniel.
Mildred, Roberto, Milena, Mark, Frank y yo nos detuvimos, todos juntos, esperando a que Daniel nos indicara que hacer. Él volteó a mirarnos y nos presentó con Miguel, el jefe, y su esposa Andrea.
Los rostros de sus protegidos parecían cautelosos. Si algo nos distinguía a los signatorums era nuestra desconfianza por cualquiera, aun sabiendo que todos compartíamos una meta en común. Además, estábamos todos cargados de tensión por el reciente incidente entre los signatorums y los desprogramados.
Miguel habló, de forma simpática, pero al mismo tiempo dura.
—Ellos son mis protegidos, mis hijos: Abigail, Antonio, Mecerdes, Zac, Baltasar, África, Alejandra, Alicia, Joel, Humberto, Rafaela, Tobías y Regina.
Señaló cada uno de los niños y adolescentes que estaban presentes, y lo mismo hizo Daniel cuando tocó el turno de nuestra presentación. No podíamos parar de mirarnos. Cuando uno pasa demasiado tiempo con los mismos humanos cuesta hacerse a la idea de que hay otro mundo allá afuera.
Daniel y Miguel hablaban con rostros preocupados. Yo me acerqué un poco, a escuchar, mientas todos intentaban entablar pláticas entre ellos.
—Sí, tenemos noticias sobre eso. De hecho necesito mostrarte algo —dijo Miguel, casi en un susurro, tuve que concentrarme completamente para escuchar atentamente lo que decía.
—Mi familia está preocupada, sobre todo Kate. No queremos iniciar la guerra, no tan débiles como estamos ahora. Sé que los niños han sido entrenados, que hemos aumentado en número. Pero no me parece suficiente.
—Tenemos armas pero...
Ambos voltearon a mirarme, notando que los escuchaba.
—Oh, Ana —dijo Daniel, intentando fingir que no conversaban—. ¿Por qué no platicas con alguien de la familia? Estoy seguro de que te ayudara para dejar ese humor tan terrible que has mantenido los últimos días.
No mostré intención de hacerlo, Miguel me sonrió.
—Así que tú eres Ana.
Asentí con la cabeza.
—Daniel me ha dicho que eres una de sus mejores protegidas.
Volteé a ver a Daniel, cautelosa.
—Somos familia, muchacha —dijo Miguel, como para tranquilizarme—. No nos guardamos secretos.
Daniel me lanzó una mirada rápida en la que supe que mi secreto seguía a salvo, así que me relajé un poco.
—Lo sé, somos una gran familia —dije, intentando sonreír.
—Y ya que parece que nuestra familia se está llevando de maravilla —volteó a ver a todos en la estancia—, me encantaría que nos mantuviéramos en contacto.
Asentí.
—Me puse en contacto con ustedes no sólo por ser una de las familias más cercanas, sino porque Daniel me dijo que son grandes amigos y siempre han sabido qué hacer en épocas como estas.
Mis palabras eran sinceras, aunque un poco interesadas. Daniel siempre me había dicho que yo me encargaba de las relaciones con las otras familias por mi capacidad de lanzar cumplidos. Cosa sorprendente con un carácter tan hosco. Al parecer, a la gente le resultaba encantador recibir algo de alguien que parece odiar al mundo.
—Me alegra, Ana. ¿Cuánto tiempo permanecerán? —preguntó, dirigiéndose a Daniel.
—Un par de semanas, tal vez. Si es que no presentamos ningún inconveniente, claro. No nos agradaría saber que importunamos con nuestra visita.
—¡Por supuesto que no! De hecho, hace un par de semanas nos visitó la familia de Renata, y mis chicos pasaron un gran tiempo conviviendo con gente de otros lugares. Siempre es bueno darse de la idea de que no somos los únicos, que tenemos posibilidades. Sólo así nos sentimos con ánimos de vivir.
—Estoy de acuerdo —admití.
Me sorprendió darme cuenta de que Andrea cocinaba delicioso y en porciones enormes. Aunque claro, no podría haber cocinado menos teniendo en cuenta la cantidad de personas que éramos. Los quince de su familia, más los ocho de la nuestra. Cenamos un poco de pescado que ellos mismos habían conseguido gracias a influencias con los signatorums de la costa.
Llamarnos a nosotros mismos signatorums no me agradaba, pero siendo la forma en que nos distinguían del resto, no quedaba gran opción. Los "amorosos" habría resultado un apodo repugnante.
El comedor era de un espacio considerable, con una mesa de madera que abarcaba casi todo el lugar y era enorme. Las paredes estaban descoloridas, pero le daban a la estancia un aspecto confortable, como si se hubiesen desgastado a causa del tiempo que esa familia invertía en permanecer junta ahí.
Durante la cena noté los lazos de amor entre ellos. Siempre solía analizar los lazos que tenían los unos a los otros, a veces más como una precaución de que no hubiera un infiltrado entre nosotros, alguien del gobierno. Alicia y Humberto eran los más establecidos como pareja, hasta tenía entendido que dormían juntos. Ellos podían darse el lujo de tener recámaras separadas, aunque no fueran muchos, nosotros siendo más una familia hasta cierto punto "nómada" siempre dormíamos juntos, a excepción claro, de momentos de la procreación, ahí se buscaba un lugar apropiado. Antonio y Alejandra, Abigail y Tobías eran otras parejas, menos establecidas, pero igualmente parejas. Casi todas eran jóvenes, aunque no niñas. Sólo habían dos niños: Rafaela y Baltasar. Ellos, tal y como Milena y Frank, estaban destinados a estar juntos cuando crecieran.
A veces, cuando me daba cuenta de cosas como esas, de que nos estábamos convirtiendo en aquellos contra los que peleábamos, me preguntaba si todo esto tenía algún sentido. Si no éramos más que una mafia.
Tal vez de verdad éramos parásitos.
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Desprogramados
Novela JuvenilHabía una vez un cuento que no era de hadas y una chica que no era especial. En este mundo el amor ha sido casi arrebatado por completo de los cuerpos, teniendo por resultado una sociedad feliz. Nadie esperaría la existencia de un grupo de resiste...