No tuviste infancia si no...

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Me siento en mi cama, suspiro, tantos recuerdos en una vida tan poco vivida, tan poco usada, tan corta. Momentos demasiado tristes me azotan las ganas de seguir, al mismo tiempo que hermosos momentos me ayudan y me dan pequeños empujoncitos para que no se me ocurra abandonar el juego, este juego, mi juego, el juego de mi vida.

Una infancia muy poco disfrutada, sermones, golpes, lágrimas; una adolescencia tan complicada, amores cortos, amores largos y amores que permanecen en mí; una vida tan llena de misterios, sueños, verdades y mentiras. Una vida muy mía.

Recuerdo cada uno de mis recuerdos, como si fueran sacados de un viejo libro que leí de muy chica, y así, intento armar el rompecabezas que se desarmó después de tantas sacudidas. Como una resaca de domingo por la mañana, solo recuerdo pequeñas partes. Sin embargo hay cosas que no se olvidan, cosas que me marcaron tanto la mente como el alma, esos recuerdos que con solo pensarlos me generan tantos nudos en la garganta como veces que llore de chica. Hay tantas cosas que desearía haber vivido ahora y no antes, en ese momento de mi vida en el que me encontraba inofensiva, incapaz de defenderme.

Me acuerdo de mí a los 9 años, sentada en un banquito blanco mirando la pared, la cabeza gacha y la cara llena de lágrimas. Otra vez me había quedado un plato engrasado de la pila que tenía que lavar en un tiempo estricto de 15 minutos, y ese, era mi castigo.

A mi espalda escuchaba los gritos de festejos e insultos hacia un partido de River por parte de mi padrastro; no podía ver nada pero sentía la mirada penetrante de mi mamá hacia la nada misma.

El miedo me recorría el cuerpo, me sentía inútil, ¿Como había podido ser tan tonta como para cometer ese error tan mínimo? Algo tan simple como lavar un par de platos me había sido por tarea difícil. Los pies me duelen de tanto golpearlos contra la pared en silencio, mi cuello ya sin saber hacia adonde acomodar mi cabeza se mantiene dando vueltas sobre mis hombros, y mis piernas ¡Mis piernas! Siento como si no estuvieran allí, me las imagino moradas debajo de mi pantalón; moradas como mi brazo después de ser apretado con tal vez demasiada fuerza ¿La razón? Quedarme hasta tarde leyendo.

Mis ojos se desviaban hasta la cajonera del pasillo. Mi mente inocente sólo podía imaginar que escondían caramelos, chocolates, o a lo sumo, plata para comprar golosinas.

Pasaba horas en ese lugar que odiaba tanto siempre intentando distraerme, pero ¿Cómo iba a hacerlo si no tenía nada al alcance de la mano?
Mi única solución fue mi imaginación, pensar en cómo sería vivir en una casa sólo con mi mamá y mi hermanito de 5 años, sin que nadie nos prohíba jugar, nos obligue a limpiar o nos golpee. Pero imaginar es fácil y a veces doloroso, creo que no hay cosa mas deplorable que darse cuenta de que tus sueños mas deseados están demasiado apartados de tus manos.

Eran cerca de las 3 de la tarde cuando mi padrastro se dispuso a dormir la siesta, lo cual significaba tanto para mí como para mi hermano, el silencio absoluto, por el contrario íbamos a tener que aguantar una serie de insultos interminables e hirientes y quien sabe si algún golpe más a nuestra colección. Con el cuerpo completamente entumecido me relajo, por un par de horas no iba a tener que estar atenta a cada uno de mis movimientos con tal de no molestar a mi represor.

Cuando sentí el golpe de la puerta de la pieza me di vuelta después de 2 horas de mirar la misma imagen blanca de la pared, vi a mi mamá, la mirada totalmente perdida, los ojos llorosos y uno de ellos morado. Tenía el uniforme del trabajo desde las 12 y por lo visto planeaba dejárselo puesto hasta su turno de las 4. Había bajado muchos kilos, nunca la veía comer pero la escuchaba vomitar siempre. Era increíble como una mujer que se hubiera pasado 10 años de su vida haciendo físico culturismo, de repente se había vuelto alguien débil, callada y sin expresiones. Había perdido su carácter de italiana casi por completo. Y en cierta manera me dolía verla así, se suponía que ella debería ser mi ejemplo a seguir, pero ya no parecía ser tan fuerte como antes.

A las 4 menos cuarto por fin me quede sola en el comedor y estaba dispuesta a revisar ese cajón que me tenía tonta, ya había planeado todo, iba a sacar caramelos pero del fondo y no tantos como para que no se dieran cuenta. Después de tener tantas horas sin un destino útil, a cualquier nene de mi edad se le hubiera ocurrido un plan.

Adrenalina me recorría el cuerpo entero, no sabia si lo que hacia me iba a traer consecuencias o no, pero ya lo tenia decidido, no quería esperar mas, siempre había odiado intriga, y esa era la mayor que había tenido en mis pocos años de vida. Me saqué las zapatillas con esa sutileza que había aprendido en esos últimos tres años y me acerqué muy despacio hasta el lugar. El mueble era alto, con sus seis cajones de madera clara, cada uno con su perilla negra. Tome con intranquilidad la perilla del primer cajón, el mas alto, con meticulosidad tire de ella. Un rejunte de cosas sin utilidad visible se asomó por el cajón , ya abierto por completo. Y así con cada uno de aquellas perillas, y en los cinco primero no vi otra cosa que objetos dignos de un acumulador masivo. Pero me faltaba uno, y algo me aseguraba que allí iba a encontrar mi gran tesoro, dando así por terminada mi aventura. Me decidí y abrí con cautela el ultimo cajón, ¿Y saben que? No había ni caramelos, ni chocolates, ni plata. El cuerpo me tembló al descubrir lo que aquella gaveta escondía: un arma.

Antología de una vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora