Desintegración emocional.

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"No va a venir, siempre les hace lo mismo"

Sí, siempre nos hacía lo mismo, y sin embargo yo lo seguía amando. Con la mochila preparada y una sonrisa enorme, no perdía la esperanza de que ese día cumpla con su promesa. Recuerdo mi cara, cada noche anterior al día que nos correspondía visitar a mi papa, mis nervios a flor de pelo consumiendo la tristeza que me era generada cada día.

A veces se me cruzaban por la cabeza preguntas como ¿Por qué no nos iba a buscar? ¿Por qué mi papá era diferente al resto? Pero bueno, era así, y a los viejos no se los puede elegir. Todos los almuerzos escuchaba comentarios de mi padrastro hacia el hombre que me había dado la vida, diciendo que era un enfermo, que estaba solo y que nosotros íbamos a terminar como el si seguíamos su camino. Pero el era mi papá, y eso ningún comentario lo iba a cambiar.

Mi desesperación crecía a medida que pasaba la hora, no sé si era el hecho de que quería verlo o simplemente no quería quedarme con ese hombre que se ocupaba con mucho esfuerzo de destruirme la infancia día a día; pero quería irme, sentía que mi única escapatoria de mi pesadilla diaria era mi propio papá.

Todavía me acuerdo, aunque tenía sólo 4 años, de llegar a mi casa con mi mamá y ver a mi papá llevándose sus cosas en una camioneta. Por suerte me toco una madre que nunca me vino con vueltas, la más directa de todas, me explico todo como era y bueno, obviamente que lloré durante días. Así como mi mamá siempre fue mi ejemplo a seguir, mi papá era el que me desorbitaba de todo lo que debía hacer para llegar a ser una gran mujer como ella, ese respiro dentro de las responsabilidades, esa porción de torta en medio de una dieta.

Estuve muchísimo tiempo sin verlo, él sufre de una enfermedad cerebral que en solo 5 segundos lo vuelve en un monstruo, o así lo veía yo. En realidad eran simples convulsiones, y mi mamá tenía miedo de que le agarren mientras estaba solo con nosotros. A los seis años creí que con un simple abrazo de su única hija todo se le iba a ir, y me apure a hacerlo antes de que la ambulancia me ganara el paso y se lo llevara como siempre.

Era horrible, sus ojos se desviaban de todo, su lengua no podía moverse, su cuerpo postrado en la cama como un enorme muñeco; y aunque no fuera la primera vez que lo veía en esa situación, me dolía no poder hacer nada. Intenté hablarle, pero no me contestó jamás en ese estado. Y ahí estaba yo, sentada a su lado mientras veía como mi mama le daba los datos a la doctora para que luego se lo lleven arriba de una camioneta en esa gran cama con ruedas.

Mi papá no era perfecto, por el contrario estaba muy lejos de serlo. Mujeriego, mitómano, irresponsable; así era él, pero no era sólo eso. Siempre supe que muy dentro de él siempre quiso ser un buen padre para nosotros, aunque le cueste. Y a mí no me importaba cuantos defectos tuviera, porque el siempre había sido mi fiel acompañante, o así lo veía yo.

De casa hasta el jardín, y del jardín a la plaza, nuestros paseos eran mis preferidos. Pero desde que el nuevo huésped vivía en nuestra casa no se animaba a ir, y eso fue lo que disminuyó enormemente en nuestras visitas.

Y no verlo por tanto tiempo no era nada lindo.

Con lágrimas en los ojos, me traslado tres años atrás; me encuentro parada en un lugar extraño, llevo una mochila en la espalda y una de mis manos es sostenida por alguien, alguien alto, bueno... alta, una mujer de rulos negros me mira sonriente, pero yo no le sonrío, simplemente me limito a mirar fijamente el piso gris.

Una brisa fría me azota la cara avisándome que la puerta del lugar había sido abierta; levanto la vista y lo veo ahí, tan resplandeciente como siempre, con esa sonrisa que me transmitía tanta felicidad.
Suelto a mi maestra y corro a lanzarme sobre sus brazos en un cálido abrazo.

Al salir afuera veo la bicicleta en la que me iba a buscar todos los días al jardín, me acomodo y salimos. ¡Cómo amaba esos cortos viajes! El viento sobre mi cara despeinándome, la hermosa vista de las casas corriendo rápidamente al lado mío, el centro con sus comercios, la plaza, el café bar... el quiosco amarillo ¡Cómo odiaba ese quiosco!

Entramos al lugar, las vitrinas colmadas de golosinas de todo tipo, y chocolates, si fuera por mi me comería todo.

-¡Ay gordo! Que grande que está la nena ¿Querés agarrar algo?

-No- Mi cara no muestra ninguna clase de emoción, a pesar de que hacía unos minutos había devorado todo con la mirada.

Después de un rato eterno a mi parecer, nos disponemos a salir del lugar para irnos a nuestra casa, no soportaba a esa mujer y mucho menos a su intento desesperado por caerme bien, cosa imposible, ya que le hablaba de una forma descarada a mi papá, era mío, y tal vez un poco de mi mamá, aunque no creía que ella quisiese después de la fuerte discusión que habían tenido esa mañana.

Al llegar a mi casa, corro a mi habitación, lugar que ahora compartía con mi hermanito bebé, y eso me irrita de cierta manera; no era que no lo quisiera, pero... ¡Era un bebé! Lloraba despertándome todas las noches, dormía todo el día obligándome a permanecer en silencio, cosas que yo igualmente hacia, pero no molestaba a nadie.

Espero con ansias la cena, para luego dormirme, para luego despertar e ir con mi papá al jardín, pasando por el pino de la vuelta, juntar piñas e inventar fantásticas historias sobre los pequeños pueblerinos que viven en ellas.

Pero eso no va a pasar, porque al volver a casa voy a ver como mi papi junta sus cosas y las sube a un camión, ante la mirada de desaprobación de mi mamá, no nos va a dar explicaciones, solo se irá.

Tal vez a una misión de esas a las que van los héroes de mis películas favoritas, tal vez... tal vez se aleje como si nada le importara, tal vez se olvide de todo lo que me prometió, tal vez deje de ser súper papá para pasar a ser un papá más, o uno menos.



Vuelvo a mirar esperanzada la pantalla de mi celular, pero solo me deprimo más al ver la tilde azul que me marca que vio el mensaje, lo vio y no contestó.

Pero ¿Qué pasó? ¿Por qué me ignora?
Siento que de alguna manera fallé como hija, si hubiera hecho algo por lo que se sintiera orgulloso, tal vez aun estaría a mi lado, pero no, se había ido. Literalmente la que se fue fui yo, pero si hablamos de salir de la vida del otro, el que se fue había sido él.

Pienso en el, pero no como padre, si no como persona. Un hombre bastante joven, obsesivo, avaro, mentiroso. No fuma, no toma, no se droga, pero tiene otra adicción: La plata.
No hablo de la plata en cantidad, si no en mostrar esa plata, mostrar lo que se puede comprar con esa plata, mostrarse como no es.

Y si, lamentablemente este hombre es el mismo al que describí como el súper héroe que me acompañaba en mi niñez, el mismo que me hizo creer que siempre iba a estar para mí, que yo sin él no tenía a nadie, que era el único en el que podía confiar, y sin embargo... me falló.

Me falló como muchas, tal vez demasiadas personas me fallaron a lo largo de mi vida; pero con él era diferente ¿Cómo podía la persona que me había engendrado no tener interés por mi vida? ¿Cómo era eso posible? Tantas promesas sin cumplir, tantos días sin saber nada de él, tanta falta que me hace.

Siento impotencia al darme cuenta de las circunstancias en las que se encuentra mi relación paterna, mi penosa relación, sofocada por la distancia que atiborra nuestras vidas, tan inexistente, tan nada.

¿Cómo voy a hacer para confiar en cualquiera que no tenga como deber amarme y cuidarme? Cuando aquél hombre que lo tenía que hacer por obligación me abandonó.

Los hombres no son todos iguales, pero así mismo como tarda años en cicatrizar la herida que deja cualquier amor al irse, la herida que deja un padre puede nunca sanarse, dejándonos débiles y expuestos a todo.

Las enseñanzas de una madre son muy importantes, pero las de un padre no son menos importantes, y al no tenerlas, nos falta una mitad de ellas, uno de nuestros factores sanguíneos, una mitad de nosotros.

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Antología de una vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora