—¡YO NO ME MOVERÍA, PRETOR!
Orión estaba parado en la superficie del agua, cincuenta pies a estribor, con una flecha lista para ser lanzada
en su arco.
A través de la neblina de rabia y dolor de Reyna, ella notó nuevas cicatrices en el gigante. Su lucha con
las Cazadoras le había dejado con una cicatriz moteada de gris y rosa en sus brazos y cara, así que se veía
como un melocotón magullado en el proceso de descomposición. El ojo mecánico en su lado izquierdo estaba
oscuro. Su cabello se había quemado, dejando sólo unos parches irregulares. Su nariz estaba hinchada y roja
por el golpe que Nico le había dado en la cara con la cuerda de su arco. Todo esto le dio a Reyna una punzada
de satisfacción oscura.
Lamentablemente, el gigante aún tenía su sonrisa engreída.
A los pies de Reyna, el temporizador de la flecha leía: 4:42.
—Las flechas explosivas son muy susceptibles —dijo Orión—. Una vez que están incrustadas, incluso el
más leve movimiento puede hacerlas explotar. No quiero que te pierdas los últimos cuatro minutos de tu vida.
Reyna agudizó sus sentidos. Los pegasos cabalgaban nerviosamente alrededor de la Atenea Partenos.
Comenzaba a amanecer. El viento desde la orilla traía un débil olor a fresas. Acostado junto a ella en la cubi-
erta, estaba Blackjack, quien respiraba con dificultad y se estremeció… todavía vivo, pero gravemente herido.
Su corazón golpeaba tan duro, que ella pensó que podrían estallar sus tímpanos. Le extendió su fuerza a
Blackjack, tratando de mantenerlo vivo. No lo vería morir.
Ella quería gritarle insultos al gigante, pero sus primeras palabras fueron sorprendentemente tranquilas.
—¿Qué hay de mi hermana?
Los dientes blancos de Orión brillaron en su arruinada cara. —Me encantaría decir que está muerta. Me
encantaría ver el dolor en tu cara. Por desgracia, en cuanto sé, tu hermana aún vive. Igual que Thalia Grace y
sus molestas Cazadoras. Me sorprendieron, admito. Me obligaron a escapar hacia el mar. Estos últimos días he sido herido con dolor, sanando lentamente, construyendo un nuevo arco. Pero no te preocupes, Pretor. Vas
a morir primero. Tu preciosa estatua será quemada en una gran conflagración. Después de que Gea se haya le-
vantado, cuando se acabe el mundo mortal, voy a encontrar a tu hermana. Le diré que moriste dolorosamente.
Luego la voy a matar —sonrió—. Así que todo está bien.
4:04.
Hylla estaba viva. Thalia y las Cazadoras estaban por ahí en algún lugar. Pero nada de eso importaría si la
misión de Reyna fracasaba. El sol se elevaba en el último día del mundo...
La respiración de Blackjack se volvió más fatigosa.
Reyna reunió su coraje. Necesitaba al caballo alado. El Señor Pegaso la había nombrado Amiga de los
Caballos y no lo decepcionaría. Ella no podía pensar en todo el mundo ahora mismo. Tuvo que concentrarse
en lo que estaba a su lado.
3:54.
—Entonces —ella miró Orión—. Estas herido y feo, pero no mueres. Supongo que eso significa necesitaré
la ayuda de un dios a matarte.
Orión se rio entre dientes. —Tristemente, ustedes los romanos nunca han sido muy buenos convocando a
los dioses en su ayuda. Supongo que no piensan mucho en ustedes, ¿verdad?
Reyna estaba tentada a estar de acuerdo. Le había rogado a su madre... y había sido bendecida con la lle-
gada de un gigante homicida. No es exactamente una aprobación resonante.
Y sin embargo...
Reyna se rio. —Ah, Orión.
La sonrisa del gigante vaciló. —Tienes un extraño sentido del humor ¿De qué te ríes?
—Bellona ha contestado mi oración. Ella no pelea mis batallas por mí. Ella no me garantiza una victoria
fácil. Ella me otorga oportunidades para probarme a mí misma. Ella me da enemigos fuertes y aliados poten-
ciales.
El ojo izquierdo de Orión tembló. —Hablas tonterías. Una columna de fuego está a punto de destruirte a
ti y a tu preciosa estatua griega. Ningún aliado puede ayudarle. Tu madre te ha abandonado como tú abando-
naste tu Legión.
—Pero ella no lo ha hecho —dijo Reyna—. Bellona no era simplemente una diosa de la guerra. No era
como la Enio griega, que era simplemente una encarnación de la carnicería. El templo de Bellona era donde
los romanos saludaron a los embajadores extranjeros. Las guerras fueron declaradas allí, pero también se negociaban tratados de paz… una paz duradera, basada en la fuerza.
3:01.
Reyna sacó su cuchillo. —Bellona me dio la oportunidad de hacer las paces con los griegos y aumentar
la fuerza de Roma. Lo tomé. Si muero, moriré defendiendo esa causa. Así que mi madre está conmigo hoy.
Agregará su fuerza a la mía. Dispara tu flecha, Orión. No importa. Cuando lance esta hoja y perfore tú el
corazón, morirás.
Orión estaba parado inmóvil sobre las olas. Su rostro era una máscara de concentración. Su único ojo
bueno parpadeó.
—Una fanfarrona —él gruñó—. He matado cientos como tú: niñas jugando a la guerra, fingiendo que son
el equivalente a los gigantes. No te concederé una muerte rápida, Pretor. Te veré arder, como las Cazadores
me vieron arder a mí.
2:31.
Blackjack respiraba con dificultad, pateando las piernas contra la cubierta. El cielo se estaba poniendo
rosa. Un viento desde la orilla capturó de la red de camuflaje de la Atenea Partenos y la despojó, enviando el
paño plateado ondulante en el sonido. La Atenea Partenos brillaba bajo la luz, y Reyna pensó en lo hermoso
que se vería la diosa en la colina sobre el Campamento griego.
Debe suceder, pensó, esperando que el Pegaso pudiera sentir sus intenciones. Debes completar el viaje sin
mí. Ella inclinó su cabeza a la Atenea Partenos. —Mi señora, ha sido mi honor escoltarla.
Orión se mofó. —¿Hablando con estatuas enemigas ahora? Inútil. Tienes aproximadamente dos minutos
de vida.
—Oh, pero yo no cataré tu marco de tiempo, gigante —dijo Reyna—. Un romano no espera la muerte. La
busca y lo resuelve en sus propios términos
Tiró su cuchillo. Le dio en el blanco; justo en el centro del pecho del gigante.
Orión rugió en agonía, y Reyna pensó qué era el sonido más agradable que pudo haber escuchado.
Ella lanzó su manto delante de ella y cayó sobre la flecha explosiva, determinada a escudar a Blackjack
y a los otros pegasos, esperando proteger a los mortales dormidos en la cubierta. No tenía idea si su cuerpo
contendría la explosión, ya sea que su manto podría sofocar las llamas, pero fue su mejor oportunidad para
salvar a sus amigos y a su misión.
Ella se tensó, esperando morir. Sintió la presión cuando la flecha detonó... pero no era lo que ella esperaba.
Contra sus costillas, la explosión hizo sólo el pop más pequeño, como un globo sobre inflado. Su manto se volvió incómodamente caliente. No habían estallado llamas.
¿Por qué estaba viva?
‘’Levántate, ‘’dijo una voz en su cabeza.
En un trance, Reyna se puse de pie. Humo salía de los bordes de la capa. Se dio cuenta que había algo
diferente en la tela púrpura. Brillaba como si estuviese tejida con filamentos de oro Imperial. A sus pies, una
sección de la cubierta se había reducida a un círculo de carbón, pero su manto aún no estaba chamuscado.
“Acepta mi Egida, Reyna Ramírez-Arellano, — dijo la voz—. Hoy, has demostrado ser un héroe del
Olimpo.”
Reyna miraba con asombro a la Atenea Partenos, brillando con un aura dorada débil.
La Egida... Tras años de estudio, Reyna recordó que el término Égida no sólo se aplica al escudo de Ate-
nea. También significaba la capa de la diosa. Según la leyenda, Atenea a veces cortaba pedazos de su manto
y cubría estatuas en sus templos o sobre sus héroes elegidos, para protegerlos.
La capa que Reyna había usado durante años, había cambiado de repente. Había absorbido la explosión.
Ella trató de decir algo, para agradecerle a la diosa, pero su voz no funcionaba. El aura resplandeciente de
la estatua se desvaneció. El zumbido en los oídos de Reyna despejó. Se volvió consciente de que Orión siguió
rugiendo de dolor tambaleándose por toda la superficie del agua.
—¡Has fallado! —Le arañó su cuchillo de su pecho y lo tiró a las olas— ¡Sigo vivo!
Él tensó su arco y disparó, pero parecía suceder en cámara lenta. Reyna extendió su manto delante de ella.
La flecha se destrozó contra la tela. Se recargó a la barandilla y saltó por el gigante.
El salto debería haber sido imposiblemente lejos pero Reyna sintió una oleada de energía en sus extremi-
dades, como si su madre, Bellona, le estuviera prestando su fuerza… el retorno de toda la fuerza que Reyna
había prestado a otros durante los años.
Reyna agarró el arco del gigante y giró en él como un gimnasta, aterrizando en la espalda del gigante. Cer-
ró sus piernas alrededor de su cintura, entonces torció su manto en una cuerda y tiró de él a través del cuello
de Orión con todas sus fuerzas.
El instintivamente dejó caer su arco. Él agarró el tejido reluciente, pero de sus dedos salieron vapor y am-
pollas cuando lo tocó. Humo acre, amargo se elevo de su cuello.
Reyna apretó más.
—Esto es por Phoebe —gritó en su oreja—. Por Kinzie. Por todos aquellos que mataste. Vas a morir a manos de una chica.
Orión golpeo y luchó, pero la voluntad de Reyna era inquebrantable. El poder de Atenea infundido en su
manto. Bellona la bendijo con fuerza y determinación. No una, sino dos poderosas diosas le ayudaron, sin
embargo, el asesinato debía ser completado por Reyna.
Ella lo completó.
El gigante cayó de rodillas y se hundió en el agua. Reyna no lo soltó hasta que dejó de hundirse y su cuerpo
se disolvió en espuma de mar. Su ojo mecánico desapareció bajo las olas. Su arco comenzó a hundirse.
Reyna lo dejó. Ella no tenía interés en un botín de guerra, no tenía ningún deseo de dejar una parte del
gigante viva. Como la manía de su padre, y todos los otros enojados fantasmas de su pasado, Orión no podría
enseñarle nada. Merecía ser olvidado.
Además, estaba amaneciendo.
Reyna nadó en dirección al yate.
