Alex
-Por fin saliste de allí- exclamó mi madre al verme salir en compañía de una enfermera -¡Que ya hacías falta en casa!- dijo abrazándome, con las lágrimas al filo de los ojos.
-¡hala!, ¿Cómo ha estado?- le pregunté.
-bien, pero con un desconsuelo de saber que estabas allí dentro.
-tranquila madre, que ahora va a tener a un Alex deseoso de volver a saborear su tortelinni de calabacín, ¡ah! Y vea que me va tener que consentir- le dije riendo.
-claro, mi niño.
Nos subimos a la Xterra y nos marchamos a casa.
Monserrat
-tiene que haber un maldito error, no...- musitaba alarmada- no, no puede ser ¿Dónde está Alex?
Alex
Entré a mi habitación. Me sentía extraño. En volver a mi habitación como si nada hubiese sucedido, pero la verdad no era esa. La verdad es que estoy aquí, con un leve dolor en mi pierna izquierda, con mi madre en la cocina preparando la cena, y con mi novia en el hospital. Es un poco injusto, que no me dejaran verla. Lo intenté muchas veces. Pero siempre me decían que no, que se pondría mal.
No me quedó más que hacer un trato con Rob. Consistía en que todos los viernes le entregaría a Monserrat un ramo de tulipanes morados. Me hacían recordar la primera vez que la besé, y sé que a ella también.
Sobre mi cama se encontraban mis audífonos Beats, el móvil, la chaqueta Billaboard, y las llaves de la Triumph. Esas cosas se habían quedado en el Jeep, luego del accidente.
Tomé el móvil. Tenía varios mensajes, muchos eran de personas preguntando como me encontraba, y que si era cierto lo sucedido, bla... bla... bla...
Marqué el número de Sebastián. Al tercer toque contestó.
-¿Alex?- se le escuchó entusiasmado.
-el mismo, ¿Cómo habéis estado?
-¿cómo que cómo he estado?, ¿estás en tu casa?, ¡ya voy para allá!- cuando iba a responderle la línea se quedó en silencio.
Le sonreí como idiota a la pantalla del móvil.
Recuerdo cuando conocí a Sebastián. Suena algo cursi que recuerde cuando conocí a este tío. Pero es que desde que me mudé a la ciudad él ha estado allí, siempre. Más que mi colega, mi hermano.
Me mudé a la ciudad un diecisiete de abril, cuando tenía ocho años. Mamá me matriculó en la escuela de la localidad.
Como de costumbre los primeros días, yo era el niño raro, ese que todo el mundo se atrevía a mirar, pero nadie se atrevía a hablarle.
Un día me encontraba sentado debajo de un árbol.
Un niño rubio se me acercó y me dijo:
-yo sé que no tenéis piojos- Le miré confundido. Era pequeño, sus ojos eran de un marrón, que no se decidía si ser claro u oscuro.
Días atrás lo había visto en la cafetería de la escuela. Tenía una hermana menor que cruzaba el primer grado. Era una linda niña de cabello castaño, y ojos claros.
-¿niño?- llamó mi atención al pasar su mano frente a mi rostro.
-¿ah?- me sacó de mis pensamientos sobre su pequeña hermana -yo no tengo piojos- musité, mientras cerraba mi mochila.