Recuerdo ese día en donde he visto todo. He soñado y me he dejado atrás con tal de tenerte delante.
Cuando mi pecho pasó de ser de obsidiana a ser de cartón, con telarañas y insectos que mordisqueaban mi garganta hasta achinarme los ojos y romperme las uñas.
Cuando miré el cielo y este decidió morir encima mío y llover, llorar, llover hasta no sentir el sol. Hasta que mi alma fue sustituída por palabras, por viento oxigenado.
Cuando mi azul noche no era más que un negro impidiéndome seguir; cuando mi azul noche se fue degradando hasta hacerme desaparecer.
Cuando por primera vez sentí que los huesos se rompían porque para eso están los huesos. Y los ojos lloraban porque para eso están, y las manos para taparme la cara cuando no quería mirarme y los párpados para no sentir tus lágrimas.
Y no, mi azul parecía mezclarse con otros pigmentos, con palabras cortas, sin significados, con sentimientos reemplazables y con cuerpos fríos.
Ese día que morí no parecía darme cuenta de que era inmortal.
De que a veces hay que liarse a cosas que nos pueden ahorcar o nos pueden aflojar. De que a veces los tiempos suicidas crecen y crecen hasta cegarnos.
De que los huesos están para componernos, de que los ojos están para mirar las cosas que tenemos por delante, de que las manos están para tomar otra y poder mantener el calor que emerge. Y los párpados para protegernos de torrenciales.
Así mi azul fue tomando forma.
De nuevo me pinté al óleo.
A su óleo.